La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La plurinacionalidad como significante vacío (y 2)

Un proyecto de integración solidaria

La necesidad de un gran pacto que revise las competencias autonómicas

A lo largo de estos años el Estado de las autonomías ha asumido, entre otras, las competencias que incluyen las grandes rúbricas del gasto como son la educación y la sanidad, sin que paralelamente se haya construido una clave de bóveda del sistema que haga posible una verdadera cooperación entre las regiones y la administración central. Ante esta situación, el Partido Popular parece que se apunta a la lógica conservadora de no cambiar nada y da la impresión de ir a remolque de los acontecimientos, mientras que por su parte el PSOE ha propuesto recientemente como gran novedad la vía de la plurinacionalidad, sin mayores especificaciones al respecto. En el caso de Podemos es difícil concretar cuáles son sus propuestas en esta cuestión, pues pasan fundamentalmente por someterlas en cada caso a lo que decidan los ciudadanos de cada región.

Por otra parte, seguir la pauta que se utiliza mucho en España de que los problemas se solucionan simplemente con un cambio de legislación nos llevaría a creer que el problema territorial desaparecerá con una reforma de la Constitución de 1978. Sin embargo, en mi opinión, se puede avanzar bastante si se adoptan algunas decisiones y acuerdos políticos en el actual marco constitucional.

En primer lugar, debería aclararse en qué consisten las diferencias entre nacionalidades y regiones contempladas en el artículo 2 de nuestra Constitución. Por ejemplo, habría que aclarar quienes son las nacionalidades y cuales sus competencias con respecto al resto de regiones. Y en este punto se debe hacer una aclaración importante: ¿pueden negociar bilateralmente las llamadas nacionalidades con la Administración Central, o bien se deben sentar en una única mesa en donde estén presentes las diecisiete autonomías y el gobierno central? En ese marco, cabe preguntarse si se debe consolidar o no la relación bilateral del País Vasco con el Estado a través del concierto y del cupo, y de si un nuevo encuadre de Cataluña en España pasa también por una relación bilateral, adopte ésta una forma u otra: en eso precisamente consistía el federalismo asimétrico defendido por Pascual Maragall, y que en la práctica era más bien una propuesta de confederación muy alejada de los principios del federalismo.

En segundo lugar, y para tratar de lograr una mayor eficiencia en la asignación de recursos públicos, así como para poner en marcha procesos de codecisión entre los gobiernos regionales y el gobierno central, habría que alcanzar un gran pacto político para revisar el desglose de las competencias autonómicas en tres grupos: las atribuidas de forma exclusiva a una u otra administración, las que se desarrollan de forma compartida con el gobierno central y aquellas otras competencias que se ejercen en paralelo por ambos niveles de gobierno. Las competencias compartidas deberían considerarse más una vía de ejercer de forma más eficiente una competencia que una cesión de soberanía, ya que, por ejemplo, un órgano federal puede tener una mayor información de la oferta sanitaria en el conjunto de España a la hora de diseñar un nuevo hospital en una determinada región, que cuando se proyecta desde la óptica de un modelo regional sanitario autosuficiente. Algo similar ocurre con la compra de medicamentos, pues el poder negociación que se tendría frente a las grandes multinacionales farmacéuticas si se hiciese de forma conjunta sería muy superior al de cada región de forma aislada. Estos dos ejemplos -se podrían poner otros muchos- muestran como unos mecanismos federales de codecisión podrían evitar despilfarros y generar ahorros en la asignación de los recursos públicos, que por cierto son escasos para cubrir las necesidades y proceden del bolsillo de los ciudadanos.

En tercer lugar, habría que diseñar un nuevo sistema de codecisión para ejercer las competencias compartidas que supere el funcionamiento actual de las Conferencias Sectoriales, en las que el ejecutivo central tiene la capacidad de iniciativa y en las que no existen reglas explícitas de votación para llegar a acuerdos, salvo que se produzca unanimidad por parte de los gobiernos regionales, lo que resulta muy costoso y difícil en términos de toma de decisiones entre administraciones con objetivos muchas veces diferentes.

El diseño de unas reglas de votación para ejercer de forma conjunta las competencias compartidas requiere previamente un acuerdo sobre el número de votos que se asigna a cada región y a la administración central. Y en esta materia existen diferentes modelos en el campo del federalismo. Desde aquellos en los que se determina que cada territorio tiene un voto y el gobierno federal los mismos que la suma de los estados federados, hasta aquellos otros en los que el número de votos de cada miembro de la federación es atribuido en función de la población ponderado por otros criterios políticos que garanticen un mínimo de votos para los territorios más pequeños. Esta última opción estaría en línea con el método utilizado en la Unión Europea para asignar los votos a los Estados miembros.

Además de la asignación del número de votos el proceso de codecisión requiere un acuerdo en los procedimientos de votación. Habría que determinar en qué materias se precisa la mayoría simple, en cuales la mayoría cualificada o reforzada y si se puede dar o no una minoría de bloqueo. Incluso habría que ver si hay que establecer en algún caso la unanimidad como requisito para alguna cuestión.

Probablemente el listado de asuntos enunciados en los párrafos anteriores podría ser ampliado y sobre el mismo tener posturas muy diferentes, pero en todo caso los problemas que actualmente presenta el Estado de las autonomías -que reitero van más allá de los problemas ligados a la cuestión catalana- requieren que se abandonen los nominalismos y se ofrezcan propuestas concretas por parte de los diferentes partidos que sirvan de base para una discusión que propicie un gran acuerdo político.

España ha llegado tarde a la construcción del Estado de Bienestar, ya que el proceso que se abrió con la Segunda República en el campo de las políticas sociales fue abortado por un golpe de estado y cuarenta años de dictadura, mientras que nuestros vecinos europeos se dedicaban a diseñar las políticas y los servicios para combatir a los cinco males que aquejaban a sus sociedades: la Necesidad, la Enfermedad, la Ignorancia, la Miseria y la Pereza. Con variantes y opciones políticas diversas, algunos países de nuestro entorno han desarrollado un Estado de Bienestar cuya protección va desde "la cuna a la tumba". A pesar de los grandes avances realizados, España se encuentra a la cola en el porcentaje de gasto en protección social con respecto al Producto Interior Bruto dentro del ranking de los quince Estados miembros anteriores a la ampliación al Este.

Frente a ello, un Estado de las autonomías que genere un Estado de Bienestar con diferencias regionales no puede ser considerado el mejor camino para garantizar la igualdad entre los ciudadanos españoles. Y hay que decir claramente que mayores cotas de autogobierno regional llevan ineludiblemente a mayores diferencias en los servicios públicos que se prestan a los ciudadanos: las diferencias en los catálogos de prestaciones sanitarias, la importancia y calidad de la educación pública, la existencia de una renta mínima garantizada son claros ejemplos de la forma de ejercer la autonomía en nuestro país y que determinan políticas sociales cada vez más diferenciadas.

En 1933, Indalecio Prieto señalaba que lo que más echaba de menos en su labor de gobernante era no conocer de modo suficiente a España, por haberla visto solamente a través de las neblinas de los paisajes norteños. Hoy necesitamos volver a conocer a una España, que lejos del patriotismo de banderita, sea un proyecto de integración solidaria de sus nacionalidades y regiones que refuerce su papel a desarrollar en Europa y en el mundo.

Compartir el artículo

stats