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Llegó San Mateo y mandó a parar

En la zona cero

Un paseo por el corazón de la fiesta

La entrada potente a las Fiestas de San Mateo es por el arco de triunfo virtual de la Calle San Francisco, mirando desde La Escandalera. La iluminación es un poco probe, es cierto, pero completando la escena con el corazón carbayón de cada romero, la calle, en leve ascensión, con el remate del ombligo del mundo -la Catedral más joya de la historia- al fondo, recuerda a los Campos Elíseos con olor a churrería. A partir de ahí todo es jolgorio y amontonamiento. Y en contra de lo que dicta la lógica lo primero que se encuentra es lo último, La Guinda. Seguro que lo hacen para que choque, y eso en el mundo de la publicidad es perfecto. A poco que se observe esta primera parada del vía crucis se constata de mano la gran verdad de que no solo de pan vive el hombre. También de cañas, bocatas, combinados de distinta naturaleza, flirteos más o menos arteros y voltios, muchos voltios. A los que nos gusta la vida frailuna, apacible y silenciosa nos choca el montón de congéneres ávidos de hormiguero y cubata en vaso de plástico, pero uno que intenta ser comprensivo dentro de lo que coge sabe que no todos somos iguales. La palabra es socializar -vocablo que hasta que no me lo aclararon mis hijos pensaba que significaba darse de alta en el PSOE- dejando de lado la mustiedad y la sosez, y sumergirse entre la gente risueña, bebiduca y feliz.

Si llueve no sucede nada pues la raza asturiana, entre otras virtudes, es anfibia, y la calle por la que se entra en el barullu santo se puebla de paraguas multicolores; no hay nada que frene a un ovetense u ovetensa con el puñal en la boca y ansias de fiesta y ruxerío.

En el cruce con Mendizábal la cosa se complica. Aparte de las huestes desbocadas civilizadamente, llega la disyuntiva: tirar para Porlier o meterse para Ramón y Cajal. El alma dice ¡para los dos lados! Pero el cuerpo es algo físico e indisoluble. Reconozcámoslo, los cancios de Sierra Maestra, Santa Clara, Holgín, de nuestro bachillerato allá en el Colegio Hispania -bendita pubertad e inocencia- nos arrastran al Rincón Cubano, foro general desde castristas a peperos atraídos por el néctar de la bebida mateína número uno: los mojitos. Una foto de San Guevara y San Fidel de hace sesenta años dirige la orquesta. Son una versión caribeña del Cid, vendedores -de añoranza y de Havana Club- después de muertos. Mientras paladeo el primer mojito -ya se, después caerá un daiquiri para sentirme una mezcla de Gutierrez Menoyo, que para eso nací en Oviedo, y del Floridita- pienso que sigue cayéndome bien el Ché; es el primer ministro de Industria que conozco que dejó la moqueta de su despacho y el cortapuros de plata para reengancharse en las COES e ir a escribir libretas y andar a tiros escondido entre maizales. Lo normal es lo contrario.

Basta de filosofía; en el chiringo de al lado los santos son otros. Va, en principio, de los trece reyes -vaya cifra, así acabó lo nuestro- asturianos. La primera impresión al ver estos dos garitos fiesteros juntos es la de unir a un cura con un cetme. Pero por otro lado me doy cuenta que eso es lo guapísimo de esta tierra y que cueste lo que cueste tenemos que salvaguardar, la convivencia maravillosa, que consiste en aceptar que cada uno pueda vender su moto, o su copa, sin arrancar los pelos. Hay que tomar algo con estos tipos que les ha dado por subir la Cuesta de La Vega con medio retablo al hombro. Tienen menos gente que los colegas de Bahía Cochinos; puede que les falle la música.

Donde hay guerra civil -parece que incruenta- es detrás, en el macrotenderete del Oviedo. Parece que los azules han dejado palante a los del Cádiz. Pero yo ya llevo cuatro copas y una caña y el hígado o lo que me queda de cerebro, no lo sé muy bien, me pide banquillo. Ya celebraré que vamos por delante del Gijón mañana.

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