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El fin y los medios

La difícil salida a la crisis catalana

La prensa ha sido unánime en decir que, se mire como se mire, la votación del domingo acabó mal. Los titulares han destacado los enfrentamientos de la policía con los ciudadanos que se habían congregado para votar. De la jornada queda la imagen de la violencia ejercida por parte de las fuerzas de seguridad del Estado, que en general se considera desmedida. El gobierno español está siendo interpelado por la actuación de la Policía Nacional y la Guardia Civil, que será denunciada ante los jueces. Los portavoces de la Unión Europea amonestaron públicamente al ejecutivo por los excesos cometidos. Los partidos de la oposición han reprochado su estilo autoritario y ha habido peticiones de dimisión del Presidente. Los dirigentes independentistas le acusan de propinar un golpe bajo a los catalanes, cuya única pretensión era ejercer el inocente derecho democrático de votar. La respuesta está en la calle. Cataluña es un hervidero de manifestaciones y protestas. No obstante, a pesar de las condiciones anómalas de principio a fin en que se desarrolló la votación, los partidarios de la separación celebraron el resultado, no exento de sospechas, como un triunfo.

En una democracia, como bien señala Michael Ignatieff en su teoría del mal menor, la coacción y la violencia debe reducirse al mínimo necesario para mantener el orden de una sociedad libre, del mismo modo que, por otro lado, las decisiones políticas deben tomarse según el procedimiento establecido mediante acuerdo o por una mayoría. Ambas premisas parten del hecho previamente constatado de que las democracias en ocasiones pueden verse acosadas por amenazas o peligros ante los que se vuelven vulnerables, de tal manera que para defenderse tienen que recurrir a la fuerza. Por supuesto, al estado democrático no le está permitido hacer un uso discrecional de la violencia. Y, por tanto, es un síntoma de buena salud política que la sociedad vigile celosamente la actuación policial, exija responsabilidades y pida sanciones con el fin de evitar los abusos y preservar el estado de derecho. Pero que la conducta del gobierno o de la policía sea reprobable, si fuese el caso, no puede servir de excusa ni autoriza a cometer impunemente otras irregularidades, más o menos graves.

Sin quitar relevancia a los incidentes policiales del domingo, en la crisis catalana habría que conceder mayor importancia y absoluta prioridad a los avances del proceso conducido por el bloque independentista al margen de la ley, pero en nombre de la democracia. Se espera que la aventura política en la que nos han enrolado culmine en los próximos días con una declaración de independencia. La división irreversible del estado español a la que aspiran los separatistas se habrá consumado y no podrá decirse que es la consecuencia de una decisión democrática, porque ninguno de los pasos que nos han abocado a la presente situación han sido dados siguiendo un proceder que pueda llamarse democrático. En esta tesitura, ¿no está el gobierno legitimado para utilizar todos los recursos previstos según dispone la ley e imponer el respeto a los procedimientos democráticos establecidos en nuestro orden constitucional? Que llegado el caso deba convocarse un referéndum para que los catalanes decidan es una cuestión a debatir, pero antes es urgente aclarar sin medias tintas quién está teniendo un comportamiento legal y democrático y quién no. Después de cuatro décadas de democracia, lo peor que nos puede pasar es que hayamos confundido nuestras ideas al respecto. Es admirable la energía cívica demostrada el domingo por muchos catalanes, que recuerda la ilusión con que se vivió la transición, pero deberían saber que por encima de eso está el hecho de que el proceso que están impulsando les lleva a tomar una decisión trascendental para su futuro y el del resto de los españoles sin respetar las formas democráticas mínimas y que el estado no puede consentirlo.

La política española se desliza por una pendiente peligrosa. Después del domingo, el gobierno se encuentra más solo y débil. No parece que por el momento sea posible un acuerdo amplio entre los partidos para dar una respuesta común al gran desafío y frenar la creciente tensión social. La crisis política de España es digna de una consulta a los dioses. Pero los oráculos, a donde peregrinaban los dirigentes políticos en la época de esplendor de la democracia ateniense en busca de una solución para sus problemas, han desaparecido y ya no cumplen su función. La apelación a mediadores internacionales es una confesión de incapacidad y de impotencia. Este es un problema nuestro y debemos resolverlo, democráticamente, nosotros solos.

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