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¡Qué ilusión!

El infantilismo de olvidar que los actos tienen consecuencias

Este pasado verano tuve la oportunidad de interrogar a un catalán de adopción -larga, de más de treinta años- sobre sus impulsos independentistas. Tras desplegar él varios de los argumentos de su prontuario aprendidos entre Diada y Diada, y dárselos yo por buenos para estimular su confianza, acabó por decir, en resumen apoteósico: "¡Es que nos hace tanta ilusión!".

Mi interlocutor no es un niño, acaba de jubilarse, pero se comporta como un niño y no comprende qué malvadas razones del mundo de los adultos le impiden dar cumplimiento a su "ilusión". Hasta tal punto no lo comprende que (olvidemos las consecuencias de una efectiva y cumplida independencia) ni siquiera contempla los efectos perjudiciales del mero hecho de intentarla. Una de las razones de que el "procés" haya germinado en una mitad de la sociedad catalana es una característica que comparte con muchas de las demás sociedades desarrolladas: su infantilismo. Se ha roto, en muchos, el hilo invisible que une nuestras acciones a sus consecuencias, y esa quiebra nos ha convertido en unos "ilusos" irresponsables. Todo se puede alcanzar si uno lo desea con la fuerza necesaria y no se rinde en el empeño de conseguirlo. ¡Vivan el mindfulness, el pensamiento positivo y el coaching! Pero ¿cómo no saber que el simple hecho de intentar, no retórica, sino efectivamente, la independencia de Cataluña rompería la paz (en eso consiste la quiebra de la ley), traería la violencia y arruinaría el progreso económico? No se trata de aquello que uno desee, de aquello que sea moralmente bueno, de aquello que sea realmente posible: se trata, simplemente, de las consecuencias más inmediatas de nuestros actos, que se ignoran como lo hace un niño caminando al borde de un precipicio ante nuestros atónitos ojos.

En general, este infantilismo social no acarrea consecuencias graves a corto plazo, aunque un buen observador estará ahíto de contemplar cómo socialmente se pide una cosa y su contraria al tiempo, o se ignoran definitivamente los resultados perversos de nuestras buenas acciones cotidianas. Pero, ahora, esa mitad de catalanes que portaban estos últimos años la estelada con los niños "a recostines" en sucesivas y festivas marchas callejeras se nos presentan como un adulto que cruza despreocupado una calle llena de tráfico, sin mirar antes a derecha e izquierda, igual que un infante irresponsable. Dos veces ha estado a punto de ser atropellado en estas últimas semanas: una, al ver los forcejeos del 1-O; otra, al ver a los bancos y empresas hacer las maletas. Algo en su cara ha cambiado, pero no se adivina todavía si es miedo o ira lo que le inspira el encontronazo con la realidad. Y la responsabilidad colectiva, como la que interioriza un niño al crecer y hacerse adulto, no se aprende en una semana. Es más, en un par de generaciones se suele olvidar, dramáticamente, otra vez.

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