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andres montes

El verdadero peso de Cataluña

La fuga de empresas y las dudas del soberanismo

La fuga de grandes corporaciones catalanas, por ahora sólo un gesto de advertencia, pone al soberanismo en su sitio. En el proceso secesionista se abre la vía del autoconocimiento, de descubrir en qué consiste su poder real y determinar su verdadero peso en el mundo. Queda tan nítida la diferencia entre lo que es la matriz empresarial y dónde está el negocio que, como efecto inmediato, el golpe de la clase económica -que hasta ahora sustentaba al nacionalismo como su prolongación natural en la esfera política- ha conseguido sembrar la duda entre el independentismo enfervorecido, iluminado de tal modo por su propia historia que hasta esta coyuntura no conocía la vacilación.

Como toda duda, la que ahora consume al Govern tiene la consecuencia inmediata de generar una mayor incertidumbre. Si el martes próximo Puigdemont se sobrepone a su inclinación personal a declarar la independencia, opta por aquietar las aguas y tomarse un tiempo antes de dar un paso que precipite la intervención total del autogobierno, sólo estaremos ante un momento preliminar de no se sabe qué. La primera respuesta vendrá de quienes mueven la calle, hasta ahora en perfecta coordinación con quienes ocupan los despachos. El secesionismo civil quiere consecuencias rápidas y proclamaciones solemnes porque así se lo han prometido. El Ejecutivo catalán se enfrentaría a la tarea imposible de devolver al interior de la botella al genio de la agitación callejera que ellos mismos destaparon. A modo de justicia poética, quizá volvamos a presenciar a los mossos conteniendo sin reparos a las barras bravas de la CUP, como en los mejores tiempos de Mas.

El proceso catalán entró en una deriva tan extrema que arriesgarse a movilizaciones incontrolables ni siquiera tiene la contrapartida de abrir vías de acercamiento con Madrid. Diálogo y ley son en estos momentos términos irreconciliables en Cataluña, lo que dinamita los afanes de los miles de bienintencionados que ayer pedían concordia bajo el sol otoñal. Quienes hablan de dos legalidades, la de la Constitución y el Estatuto, por un lado, y la salida del Parlament por otro olvidan una tercera: la ley que cada mañana improvisa el Govern. Los resultados de eso que llamaron referéndum, que debería haber proclamado la disuelta Sindicatura Electoral, los hicieron oficiales tres consejeros de Puigdemont en una ejemplar separación de poderes. En otro incumplimiento de su propia ley de Transitoriedad, los resultados no se debatirán en el Parlament dentro del plazo que ellos mismo fijaron. Con esa falta de reglas de juego cualquier intento de diálogo es inútil. Para empezar a hablar sólo cabe la renuncia del soberanismo a sus pretensiones y eso ahora resulta pedir en exceso salvo que Puigdemont asuma, con todos los riesgos que ello conlleva, que se ha quedado sin salida.

En este contexto, el CIS deja constancia del desafecto hacia lo catalán que existe en España, en buena parte resultado del supremacismo llorón, una conjunción en apariencia imposible, con que se mueven algunos independentistas. Pese a triplicarse la preocupación con respecto al barómetro de julio, lo que allí ocurre sólo inquieta al 7'8 por ciento de los encuestados y por delante tiene otros ocho asuntos que intranquilizan más. Es el punto más alto alcanzado en los registros sociológicos. ¿Qué más desconexión quieren?

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