En vista del éxito, las funciones de la tragicomedia catalana se han prolongado para ganar tiempo. En eso consiste la burda trampa tendida por Puigdemont al declarar y suspender la independencia, y acto seguido dejar constancia por escrito del esperpento. Pero ante una invocación propagandística a un supuesto diálogo y a la mediación internacional, el Estado sólo debe responder exigiendo el camino constitucional de vuelta. O de lo contrario, aplicando la ley para sofocar la rebelión.
Un estado que se brinda a un diálogo con golpistas que recurren al chantaje, un día sí y otro también, puede darse por perdido. Pero en el caso de que quienes gobiernan estuvieran dispuestos a desentenderse de sus obligaciones morales y a sentar un grave precedente de debilidad lo primero que hay que preguntarse es de qué serviría. Quines lo invocan engañosamente jamás han dicho que estuvieran dispuestos a ceder en sus pretensiones de obtener la independencia, ni siquiera sabiendo que es únicamente y como mucho la mitad de los catalanes los que la quieren. La invitación falsa al diálogo no tiene otra explicación que convertirse en la coartada del victimismo. Vean: ofrecemos diálogo en un gesto de buena voluntad y el Gobierno responde con represión. Ese es el juego.
Pablo Iglesias lo explota y aparece en cada momento como el primer cómplice de los secesionistas. Se podría hablar de una colusión de populistas y nacionalistas, si no fuera porque, en cierto modo, ambos representan lo mismo. Rajoy, que parece dispuesto a activar el famoso artículo 155 que tanto recelo produce, dijo ayer en el Congreso que si algo ha sabido España es hacer de su diversidad una fortaleza. No lo creo, no hemos llegado a este disparate por ello. En último caso, es en este momento crucial de la historia cuando habría que poder sacar partido de esa pretendida fuerza colectiva .
