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Catedrático de Economía de la Universidad de Pensilvania

El pecado original

La supuesta democratización de las cajas de ahorros se convirtió, a partir de la reforma de 1985, en politización y en la creación de reinos de taifas financieros Desde 1977 se había autorizado a estas entidades a hacer las mismas actividades que la banca

Los últimos veinte años han sido los más turbulentos de nuestra vida financiera reciente. Casi sin solución de continuidad, hemos pasado de una expansión acelerada del crédito en 2001 a 2008 a una profunda crisis bancaria de 2008 a 2017 culminada con una reestructuración radical de nuestro sector financiero. Las heridas provocadas por esta experiencia en desempleo, pérdida de crecimiento económico, deuda pública y caída en la confianza en nuestras instituciones tardarán mucho tiempo en curar.

Buena parte de la experiencia de España es paralela a la de muchos otros países occidentales, como Estados Unidos, Reino Unido o Irlanda. Factores internacionales como los fallos de diseño de la eurozona, los problemas de la regulación bancaria, los bajos tipos de interés nominales a largo plazo, los fuertes movimientos de capital ligados a la gran masa de ahorro global o el incremento de la incertidumbre en 2007 a 2008 son elementos clave a la hora de entender lo que nos ha pasado. A la vez, los últimos veinte años presentan unas características propias producto de decisiones concretas de política económica tomadas en España y que, lamentablemente, han supuesto una pérdida de bienestar mucho mayor de la que hubiéramos podido tener bajo políticas alternativas. Cómo reaccionó España a esos factores internacionales y cómo los mismos fueron agravados en nuestra nación es un proceso decisivamente marcado por nuestras características.

La más importante de esas características fue el bucle diabólico creado, al amparo de una legislación inadecuada, entre partidos políticos, cajas de ahorros y constructores. Las cajas de ahorro se convirtieron en el centro de un caciquismo postmoderno: un instrumento controlado por los gobiernos autonómicos y locales para colocar a antiguos cargos públicos con retiros dorados, premiar a amigos y financiar proyectos, normalmente inmobiliarios, de dudosa rentabilidad que, sin embargo, cumplían objetivos electorales en el corto plazo. El deterioro de la gobernanza corporativa de las cajas causado por este bucle diabólico llevó a un crecimiento exagerado de su cifra de negocios y a una cartera de créditos cargada de riesgos peligrosos y poco diversificados.

Las cajas alentaron la burbuja inmobiliaria y permitieron su prolongación en el tiempo. Y el conjunto de interés creados por las mismas paralizó la respuesta del gobierno y del Banco de España, que esperaron demasiado tiempo antes de tomar medidas decisivas para solventar el problema, con un retraso excesivo en la recapitalización del sistema y la creación y salida a bolsa de una entidad sistémica, Bankia, que era insolvente de raíz. En vez de actuar con celeridad en 2008 o 2009, primero el gobierno del Zapatero y posteriormente el de Rajoy patearon la pelota hacia delante hasta que España tuvo que ser rescatada con el memorando de entendimiento entre la Comisión Europea y España sobre condiciones de política sectorial financiera de 20 de julio de 2012.

El crecimiento de las cajas de ahorro afectó a todo el cuerpo financiero, obligando a reacciones de los competidores como ciertos bancos que sufrían también de problemas de gobernanza corporativa. El caso más claro es el del Banco Popular que, amedrentado de perder cuota de mercado ante las cajas y con la presión de una baja rentabilidad, se lanzó después de la llegada a la dirección de Angel Ron a una carrera de imitación que todos sabemos cómo ha culminado.

Como ha ocurrido una y otra vez en la historia económica, la existencia de un sector bancario cuasi-público terminó, dada la letal combinación de captura política e incentivos perversos de la dirección de las instituciones financieras en llanto y crujir de dientes y, lo que es más injusto, en el contribuyente pagando los costes.

El "pecado original" de nuestro sistema financiero fue la Ley 31/1985, de 2 de agosto, de Regulación de las Normas Básicas sobre Órganos Rectores de las Cajas de Ahorros, aprobada por estas cortes cuando el Partido Socialista gozaba de mayoría absoluta.

Las cajas de ahorro habían sido creadas en décadas anteriores para suministrar servicios bancarios a las clases trabajadoras y medias. Los bancos tradicionales no veían, con las tecnologías de la información que existían en el momento, mucho beneficio en tener cuentas corrientes de pequeños ahorradores o en financiar hipotecas de pisos humildes. Las cajas de ahorro, como en otros países los bancos populares, las cooperativas de crédito o las sociedades hipotecarias cubrían un hueco de mercado.

La crisis bancaria que siguió al shock petrolífero de 1973 acrecentó el papel de las cajas en nuestro sector financiero. Como uno de los pocos segmentos saneados del sector, las cajas recibieron por parte del gobierno de España un impulso decisivo con el Real Decreto 2290/1977 y su fundamental artículo 20: "A partir de la entrada en vigor de la presente disposición las Cajas de Ahorros podrán realizar las mismas operaciones que las autorizadas a la Banca privada...".

A pesar de este Real Decreto, a mediados de los años 80 del siglo pasado la gobernanza de estas cajas requería de una renovación para adecuarlas a las nuevas realidades económicas de una España a punto de integrarse en las aquel entonces Comunidades Europeas y de un negocio bancario transformado por la liberalización de los movimientos de capital y la llegada masiva de las tecnologías de la información.

La Ley 31/1985, como declara su exposición de motivos, tenía tres objetivos: democratizar los órganos de gobierno de las cajas, que los mismos se ajustaran a la nueva estructura territorial del Estado y garantizar una gestión profesional. El articulado de la ley, el desarrollo de la misma y la actuación posterior de las comunidades autónomas hicieron que la democratización se transformase en politización, la distribución territorial en creación de reinos de taifas financieros y la gestión profesional en una quimera. Sin posibilidad de emitir acciones para su recapitalización, sin la señal de precios de la cotización de tales acciones, con unos derechos de propiedad mal definidos y sin disciplina de mercado (las cajas podían adquirir bancos, pero los bancos no podían adquirir cajas), la transformación de las cajas era una bomba de relojería esperando el momento propicio para explotar. Y las desafortunadas sentencias del Tribunal Constitucional 48 y 49/1988 agravaron la situación al limitar los poderes del gobierno central en la supervisión de las cajas y permitir que la legislación autonómica pudiese facilitar aún más la captura del control de las asambleas generales por las élites políticas locales.

Déjenme que les lea una parte del voto particular de Luis Díez-Picazo y Ponce de León en la segunda de las citadas sentencias y que resume a la perfección el problema de la nueva estructura de gobernanza de las cajas: "En mi opinión, la Ley enjuiciada acomete una vasta operación de traslación de los poderes de gestión de estas entidades a manos públicas, dejando intacto el régimen jurídico de su propiedad. No se establecen en abstracto los órganos que deben regirlas, sino que se establece, pormenorizadamente, la forma de reclutamiento, y de la interpretación global de la Ley se desprende que la posición dominante dentro de los órganos de gestión se entrega a las Corporaciones municipales, por donde resulta, en rigor una municipalización de Cajas de Ahorro que antes eran de carácter privado, por la vía del señalamiento de la formación de sus órganos de gestión? Mas una cosa es el establecimiento de un protectorado (aquí se refiere el gran maestro de civilistas a la supervisión pública de una empresa privada) y otra distinta es lo que al principio llamaba la traslación de los poderes de gestión a manos públicas."

Las comunidades autónomas explotaron la puerta abierta por el Tribunal Constitucional con legislación que acentuaba la transformación política de las cajas como la Ley 4/1997 en la Comunidad Valenciana, impulsada por José Luis Olivas (nombre al que volveré más tarde), que no solo otorgaba un 28% de los miembros de la Asamblea a la Generalitat y otro 28% a los ayuntamientos, sino que atribuía, sin motivo de sustancia alguno, responsabilidades de supervisión al Instituto Valenciano de Finanzas, un ente sin experiencia en supervisión bancaria y sin la requerida independencia.

Si tuviésemos tiempo podríamos repasar la rica narrativa de tales transformaciones. Pero, como ejemplo más claro y dado que eventualmente fue la causa directa que nos llevó al memorando de entendimiento, me centraré en Caja Madrid. Su captura comenzó con el pacto en septiembre de 1996 entre el Partido Popular con Comisiones Obreras e Izquierda Unida. Este pacto aupó a Miguel Blesa, compañero y amigo del aquel entonces presidente del Gobierno, José María Aznar, al frente de Caja Madrid en sustitución de Jaime Terceiro, un gestor profesional y bien reconocido.

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