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La travesía del conflicto

La deslealtad nacionalista y la actitud antisistema de la izquierda

Desde tiempo atrás se viene diciendo, y últimamente se escucha con mayor intensidad, que el Estado español está demasiado ausente de Cataluña y que a los dirigentes nacionalistas que han gobernado habitualmente esta comunidad autónoma se les ha dejado hacer más de la cuenta. La situación actual sería el resultado previsible de tanta negligencia. Pues bien, de repente los catalanes van a sentir todo el peso del Estado sobre sus vidas. Sólo una decisión del presidente de la Generalitat podría, si no es ya tarde, evitarlo.

Para seguir la política española, desde hoy conviene tener bien presente el acuerdo del Consejo de Ministros enviado al Senado para su aprobación. El gobierno de España se propone sustituir al gobierno catalán en sus funciones y poner bajo su estricto control al parlamento, la administración y todos los organismos y recursos públicos de la comunidad autónoma. Directamente o a través de órganos y personas encargados al efecto, el gobierno español gestionará o autorizará hasta el mínimo detalle el funcionamiento de las instituciones autonómicas. El autogobierno catalán no quedará suspendido, pero sí maniatado, cuando su ejercicio no pase automáticamente a manos del gobierno estatal. Las medidas propuestas estarán vigentes hasta la formación de un nuevo gobierno autonómico, para lo que en el plazo máximo de seis meses se convocarán elecciones en Cataluña. Aunque el gobierno se reserva la facultad de modular la aplicación de las medidas según aconsejen las circunstancias, su actuación deberá respetar escrupulosamente el ordenamiento legal y tendrá que informar de ella al Senado. Y deja abierta una rendija al diálogo, de tal manera que anticiparía el cese de su intervención si cesaran las causas que la motivaron.

Mariano Rajoy ha explicado que la iniciativa de su gobierno responde al objetivo irrenunciable de restablecer la legalidad constitucional y admite que la aplicación del artículo 155 es un mecanismo extraordinario de coerción, haciendo suya la definición que en su día formuló en una sentencia el Tribunal Constitucional. Si el gobierno ha optado por imponer su poder de forma tan drástica es porque ha considerado que, dada la reiterada desobediencia del gobierno y el parlamento catalanes a las leyes y a las resoluciones judiciales, no bastaría con dar instrucciones a las autoridades de la comunidad autónoma para reconducir la situación a la normalidad institucional. Rajoy ha esperado a cargarse de razones para actuar con total contundencia. Los dirigentes independentistas no podrán decir que no han tenido oportunidad de reconsiderar su postura. Además, el presidente ha demostrado prudencia y sentido de la responsabilidad, virtudes de un buen político, al no pasar a la acción hasta que el PSOE le prestó su apoyo. Por la naturaleza de esta crisis, una actuación prematura y en solitario del Gobierno, que es débil, no lo olvidemos, hubiera provocado un efecto incendiario, que en todo caso no es seguro que todavía consiga evitar.

El Gobierno ha decidido entrar con absoluta determinación y al amparo de la Constitución en un territorio muy convulsionado por los dirigentes independentistas catalanes en los últimos años. El Rey ha resumido el problema con exactitud en su discurso del Campoamor: la secesión, así planteada, es inadmisible y las legítimas instituciones democráticas deben poner las cosas en su sitio. A nadie se le escapa que la crisis catalana se ha convertido en un conflicto político de primera magnitud y que en este punto requiere una solución excepcional. El Gobierno, en la propuesta enviada al Senado, se obliga a una actuación legal, no arbitraria, medida, transparente y reversible. En nuestro sistema político no cabe otra cosa, pero vendrá bien que así sea para facilitar una reconciliación con los catalanes, necesaria desde todos los puntos de vista. Porque lo que vaya a ocurrir desde el momento en que la decisión del Senado aparezca en el Boletín Oficial es imprevisible.

Antes o después, el gobierno alcanzará su objetivo, pero eso tendrá un coste elevado. Ya se está haciendo una evaluación de los daños causados y aún queda lo peor, dependiendo de la actitud de la coalición separatista. El mapa de la política española va adquiriendo un perfil poco alentador. Es un hecho que la crisis catalana ha tenido suficiente envergadura para dejar al descubierto dos grandes brechas en nuestra democracia. Una es la que se observa en la periferia nacionalista. Su lealtad al compromiso constitucional de 1978 es más que dudosa. Y otra se ha detectado en el flanco izquierdista. El ataque de soberanistas e izquierdistas al gobierno, calificando de golpe de estado, suspensión de la democracia o vuelta al franquismo su iniciativa de aplicar el artículo 155, es propio de partidos antisistema. A todo esto podríamos añadir el comportamiento en general de los partidos políticos, que no han dejado de competir desde las elecciones de las navidades de 2015, para concluir que la crisis política, no ya catalana, sino nacional, es una amenaza cierta para la sociedad española durante los próximos meses.

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