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Un bananero en Cataluña

Cuando los catalanes retomaron sus viejas aspiraciones

La buena prensa y algunas páginas de la historia, nos transmitieron que Cataluña era una región adelantada, de sólida cultura, de arraigados principios democráticos y de gente emprendedora. Y lo creímos porque la realidad no nos contradecía (Aunque no se debe olvidar que durante el franquismo y tiempos más recientes fue una región privilegiada). Y así durante decenios. Aunque bajo todo ese ropaje de virtudes, subyacía un contrapeso de soberbia que llevó al ánimo de algunas élites, numerosa burguesía y parte de la amalgama ciudadana, abducida por aquellas, a la conclusión de que pertenecían a una sociedad superior. Que merecían distanciarse de los aldeanos extremeños, de los subvencionados andaluces, de los agotados castellanos, de los inconsistentes asturianos, de los atrasados gallegos y del resto de las desdichadas regiones que, según decían, pesaban sobre ellos por su desidia, abandono, holgazanería y escasa iniciativa. Durante años, esa doctrina, agravada por las concesiones del Estado de las Autonomías, no menor la de la Educación, llevaron a esos grupos de catalanes a retomar viejas aspiraciones, de infeliz recuerdo, y a enfrentarse al Estado de Derecho pactado por todos, por todos, en 1978.

Sin embargo, la realidad era otra, porque a aquellos catalanes que miraban con soberbia al resto, convenientemente adoctrinados en las escuelas públicas y centros concertados, les fueron inoculando el virus del desprecio, que degeneró en odio. Y desde esa animadversión activa, y de la teórica fortaleza de sus convicciones, atropellaron leyes, se saltaron la Constitución, se erigieron en intérpretes interesados de sus pretendidos derechos, y de las leyes inventadas para el caso, y se echaron al monte, a la marginalidad, y proclamaron la República Catalana. Y como si jugaran al monopoly o a los soldaditos, muy serios y campanudos, votaron que se iban y accedieron a su nuevo régimen con setenta votos, ¡setenta! como setenta castañas, que cuando se pasan de brasas, revientan.

Creyeron que había alumbrado una República y, en su embestida, no advirtieron que, en realidad, lo que hicieron fue plantar un gran y humillante bananero, que comenzó a dar el mismo tufo que las tan denostadas y desacreditadas repúblicas como Venezuela, sin ir más lejos. Ellos que se las daban de demócratas puros, cultos y preparados, aunque lo que no habían dicho era para qué. Y en pleno éxtasis, en el cenit de su gran orgasmo secesionista, llegó el artículo 155 de la Constitución, y, como decía el son cubano, "mandó aparar". Y el tonto útil de la banda, Carlos Puigdemont, designado que no elegido, ante la previsible caída del peso de la ley, huyó a Bruselas con algunos de los suyos, y lo hizo, como los cobardes, clandestinamente, mientras el resto, camino de los tribunales de justicia, le reprochan la fuga, mientras ellos se enfrentaban a las consecuencias de sus delitos. Y en la capital belga, asesorado por un abogado defensor de etarras, inició una carrera de auténtico zascandil al escondite, en busca de una prórroga de libertad antes de sentarse en el banquillo, circunstancia que habrá de ocurrir, porque la UE es un ámbito serio y sólidamente democrático, se supone, en el que los delincuentes acaban donde deben.

Por fortuna para Cataluña y para toda España, existe una gran reserva de catalanoespañoles que constituyen un muro de contención donde, con el apoyo de la Constitución y del resto de los españoles, se estrellarán los intentos secesionistas que no son más que un imposible: la condena a la soledad y al aislamiento político, que significan quedar fuera de las fronteras de Europa y sin país serio alguno que los reconozca. Mientras, las empresas en busca de la seguridad jurídica.

Habíamos creído que algunos catalanes eran gente sólida y no botarates, capaces de convertir a su tierra en el gran bananero que sonroja y avergüenza al resto de sus paisanos.

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