No es de ahora, ni tiene que ver, aunque ese detalle lo agranda, con el gesto solidario de la mañana de ayer antes del partido frente al Tuilla; pero el Ceares, ese club popular de Gijón que juega en el campo de La Cruz, siempre, y no sé bien por qué, me cayó simpático. Me encanta su himno, tanto el ritmo marcial de su música como el carácter motivador de la letra de sus estrofas, y lejos de ideologías y otras zarandajas, resulta un club amable, amigo de iniciativas que trascienden el hecho deportivo.
El Ceares recogió ayer mantas y ropa de abrigo para los refugiados que viven hacinados en campamentos a las puertas de Europa, a la espera de un salvoconducto que no llega desde las oficinas burocráticas de la opulencia, pródiga en palabras de bienvenida, pero escasamente efectiva a la hora de trasladar las buenas intenciones a los hechos.
Que un modesto club deportivo dé un paso como el que acometió ayer el Ceares se antoja un aldabonazo a modo de recordatorio de lo que Gijón fue en otro tiempo: una ciudad generosa, solidaria y comprometida con el sufrimiento de sus semejantes. Con la llegada de la crisis y los recortes económicos, las partidas municipales para la cooperación internacional fueron menguando, y el Gijón activo, fraternal y humanitario adelgazó de manera alarmante. Justo es pensar que resulta más urgente la ayuda a los necesitados más próximos, a los vecinos de la propia ciudad que cada vez en mayor número habitan en el umbral de la pobreza; pero no conviene dejar caer en el olvido las necesidades perentorias del prójimo más lejano, sea de otro color, de otra raza o de otro credo. El Ceares nos ha dado una lección de campeonato: le ha marcado al olvido un golazo por la escuadra.