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Mezclilla

Carmen Gómez Ojea

Memento o recordatorio de vivas y muertas

El maltrato, vejación y tortura incluso hasta provocar la muerte de tantas mujeres

Ahora, al fin, parece ser que el maltrato, vejación y tortura incluso -¡ay!- hasta provocar la muerte de tantas mujeres, víctimas de la violencia y de la maldad de los machos bestiales, van a ser delitos tomados a pecho y en serio para evitarlos y castigarlos duramente, con todo merecimiento, sea quien sea el malévolo violento, desde el rey abajo hasta el mendicante callejero como uno, al que no volví a darle ni una cagarruta de paloma, cuando le oí decir con toda jactancia y chulería que él a la costilla le cascaba por la mañana, nada más despertar y salir de la cama, para no tener que darle la tunda después, por la noche, porque a esas horas él no estaba ni para moler nada, ni un grano de café.

Tal medida tan tardía me hace recordar, con llanto y mucha rabia, a amigas de la infancia de mi edad y a mujeres de mi entorno, madres de ellas, todas objetos de ludibrio por parte de los varones más próximos como padres, hermanos, maridos, abuelos, tíos y primos carnales; y también había entre los abusadores sexuales sacerdotes que oficiaban en la capilla del colegio de religiosas del que éramos alumnas y donde hicimos la primera comunión.

El abuso tenía lugar el día de la confesión de nuestros pecados y era de carácter verbal mediante preguntas que a algunas las ponían coloradas y nerviosas, llenándolas de malestar y, en cambio, a otras nos partían de risa cuando las comentábamos, pues nos resultaba muy divertido comparar unas y otras para saber cuáles de ellas eran las más morrocotudamente picantes. En realidad el sacerdote no tenía mucha imaginación y quería saber cómo eran de grandes nuestros pechos y si los pezones a veces se nos ponían duros y tiesos, y si esa parte del cuerpo de ahí abajo que teníamos entre las piernas era muy abultada. Pero lo peor lo vivían dos hermanas gemelas que contaban que el clérigo que las preparaba para recibir la confirmación, en una sala del colegio, las sentaba en el regazo y las achuchaba respirando como si estuviera corriendo desaforado y moviéndolas arriba y abajo, a saltitos, igual que si fueran unas bebés a las que entretuviera con el "arre caballito, arre, arre". Y también les decía que no deberían permitir jamás que un chico les hiciera aquello. Las dos salían de la sesión con ganas de vomitar debido al olor a podrido del aliento de la boca del sacerdote. Y en una ocasión, una de ellas, cuando una sor vino a avisarlas de que las esperaba ya y que, por tanto, se dieran prisa en salir del aula, se negó a ir y se aferró al pupitre y la monja la llevó a rastras, mientras la otra lloraba, gritando que dejara en paz a su hermana.

Yo las escuchaba furibunda de pena, de impotencia, de desesperación hasta que ya no pude más, por lo que cuando, durante una confesión, el sacerdote me preguntó cómo tenía el pis y si me lo tocaba a diario, en lugar de callarme tercamente como siempre que me hacía preguntas de esa especie, le contesté que mi pis era estupendo y muy abundante, porque bebía mucha agua; y me dijo, muy airado, que no me hiciera la boba, pues yo sabía más que de sobra a lo que él se refería. Y le di la razón, pidiéndole perdón por mi broma, pues ya sabía que hablaba de mi vulva y de mi clítoris, que estaban muy bien, gracias a Dios. A continuación quiso saber si recientemente había cometido algún pecado mortal que debiera confesar y entonces, muy remilgada y meliflua, le contesté que sí, sí lo había cometido y que lo cometía cada noche, pero que no me atrevía a decírselo y no se lo diría. Mis palabras lo enfurecieron y me amenazó con que muy bien podría ocurrirme que me pillara un coche o el tranvía o sufriera un resbalón rompiéndome la crisma y quedando en el suelo desnucada y, por no haber confesado ese pecado mortal que quería ocultarle, bajaría derechita al infierno a quemarme en las hogueras de Satán durante toda la eternidad.

Tras un silencio, dije, aguantando una explosión de risa, con una vocecita lloriqueante: "Bueno, padre, mi pecado es un sueño, sueño con usted, padre, sueño con usted todas las noches desde hace tiempo".

"Y ¿qué sueñas, hija mía? No temas decírmelo. Estoy aquí para perdonar a quien se arrepiente. Vamos, vamos. Cuéntame ese sueño que tanto te perturba".

"Sueño que usted y yo vamos por el pasillo central de esta capilla, cogidos de la mano y?

"Vamos, vamos, prosigue," me ordenó ansioso.

"Vamos desnudos en dirección a la sacristía donde nos abrazamos y besamos y?".

Crajcrajcrajrratatá? escuché asustada. Era él arañando la rejilla del confesionario.

Aguardé arrodillada y lo vi salir bamboleante, despelurciado y con cara de trastornado. La madre Camino se acercó a mí y me preguntó qué cosa muy propia de mi cabeza loca le había dicho al padre para que tuviera aquel aspecto tan lamentable.

Le repliqué que un pecado muy gordo, que no tenía la obligación de decírselo a nadie más.

"Eso lo veremos", me replicó amenazadora.

Y así fue que telefonearon a mi casa y le dijeron a mi madre lo que ya sabía: que era una criatura imposible, indócil, una cruz para ella y para sus educadoras.

El sacerdote, por su parte, rompió el sigilo sacramental, contándoles a todas las religiosas del colegio mi pecaminoso sueño. Solo una de ellas me dijo que no me agobiara, pues ella había vivido algo prohibido a los trece años, los que tenía yo, debido a que se enamoró del jardinero de su abuela sin importarle que estuviera casado. Y un día cuando jugaba en el jardín, se acercó a su casita. Y él estaba trabajando en la huerta. Y ella le dijo que, a cambio de un beso en la mejilla, le daría su cadena de oro, y si se lo daba en los labios obtendría también la cruz de oro.

Él la abrazó y la besó en la cara y en las manos y le dijo que, si dentro de cinco años quería un beso en la boca, fuera a perdírselo, que se lo daría encantado.

Pero durante ese tiempo el jardinero se convirtió en un hombre horrible que no paraba de llamar a su mujer foca, cuando él era un gordo que reventaba las costuras del mono de trabajo.

Y, en tanto, ella se había prendado de Jesús de Nazaret, que era su novio, su marido, el hombre de su vida y el de después de la muerte.

Y como colofón de este memento quiero recordar a aquellas mujeres, casadas con abogados, médicos, farmacéuticos, ingenieros, dueños de florecientes comercios, pertenecientes a la clase media alta que se ponían gafas negras de sol, aunque el cielo fuera de color gris panza de burro, anunciador de lluvia, para ocultar las huellas color violeta de sus ojos y mejillas, fruto macabro de los puñetazos del esposo la pasada noche; y quiero recordar a aquel bebé de dos meses, hijo de un neurólogo de mucho prestigio que, una noche, se ofreció muy solícito a prepararle y darle en la cocina el último biberón al pequeño, con la finalidad de que su niñera descansara y no tuviera que levantarse de la cama; pero ocurrió que a ella y a la madre las despertaron los gritos del niño que lloraba de un modo tan alarmante que salieron a la vez ambas de sus respectivos dormitorios a enterarse de qué le sucedía al pequeño y lo que vieron las dejó mudas: el padre de la criatura trataba de meterle en la boca su pene, al que el bebé daba un par de chupetazos y soltaba de inmediato, para volver a llorar estrepitosamente.

La madre después solo recordaría que le había arrancado a su hijo de los brazos y había salido de la casa y corrido con él escaleras abajo, al piso donde vivía su hermana, en compañía de la niñera. Y al día siguiente descubrió que el maldito degenerado había desaparecido llevándose todo lo que contenía la caja fuerte, dinero y las joyas de familia de ella. No quiso denunciarlo para no manchar a su hijo. Y la niñera, muy afectada, se fue a su pueblo a cuidar vacas, que no hacían cosas tan horribles y puercas. Y como apostilla añadiré que la violencia sexual del género femenino contra el masculino es casi nula, aunque a veces puede darse como ocurrió hace unos meses en un convento, donde una monjita muy joven, seguro que todavía novicia, se tiró con las dos manos a estrujarle lo que guardaba en la bragueta el también joven repartidor de flores que había llevado a la santa casa un cesto de rosas rojas para el altar mayor de la iglesia; y el chico llegó tan pálido y demudado a la floristería que la dueña, quien me contó el novelable hecho, creyó, al verlo, que le había chupado la sangre una meiga chuchona asturiana, que también aquí las hay y tan maliciosas como las gallegas.

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