La mayoría tenemos un padre o un abuelo cuyo sustento diario depende de la pensión del Estado. Pienso en los míos y entiendo que lo que cobran supone escaso premio para el ingente esfuerzo de una vida de apreturas, laborando de sol a sol para sacar una familia adelante, pagar con enorme sacrificio las carreras de los hijos e intentar acumular unos pequeños ahorros para alcanzar una vejez digna y llevadera. O ni siquiera eso: viviendo con lo justo, con lo injusto que es depender de lo mermado de muchas de esas percepciones.
También a mí, como a la mayoría de ustedes, me preocupa llegar a mayor y saber que el sistema de la Seguridad Social resulta insostenible. Es dudoso que a los que nos quedan entre diez y quince años para la jubilación llegue a tocarnos una pensión medianamente digna. El Gobierno acaba de sacar 3.568 millones de euros del Fondo de Reserva, lo cual deja la hucha de las pensiones tiritando: ya sólo quedan 8.095 millones en el bote, cuando en 2012 aún había 74.000. La Seguridad Social seguirá sufriendo, según el cálculo estatal, un desequilibrio entre gastos e ingresos hasta, al menos, 2020, año en el que ya difícilmente se contará con la opción de acudir a la ranura del "cerdito".
Tal vez llegue el día, cuando los de mi generación seamos viejos, en que el Estado lleve de excursión a los jubilados en lugar de a Canarias o a Mallorca a una roca Tarpeya o a un monte Taigeto, y nos despeñe, al modo clásico, para evitar las pensiones y el gasto sanitario de la edad dorada. Y así muerto el perro, se acabó la rabia.