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Daniel Capó

El futuro de las pensiones

El aplazamiento de las soluciones conduce a una situación injusta para los contribuyentes

El Fondo de Reserva de la Seguridad Social fue una ocurrencia de José María Aznar cuando los vientos de la recuperación soplaban a favor de las finanzas públicas. España había logrado cumplir con los requisitos de Maastricht para sumarse a la puesta en marcha del euro tras un duro ajuste diseñado por el catedrático José Barea. Era una época de crédito fácil, tipos de interés a la baja y burbuja bursátil. Los medios hablaban de la "nueva economía" capitaneada por las puntocom y España aspiraba a convertirse en algo parecido a una Miami europea: turismo, construcción, segundas residencias para los pensionistas comunitarios, puente de enlace entre Hispanoamérica y la UE de la moneda común. El Fondo de Reserva, que popularmente se vendió como "la hucha de las pensiones", formaba parte de esa imagen de país fiscalmente responsable que preconizaba el presidente Aznar: una especie de Alemania del sur internacionalmente desacomplejada que hiciera valer una situación estratégica -por su peso histórico y cultural en América y también en el Mediterráneo- de cierto valor. Los números daban porque España era un país demográficamente joven, con potencial de crecimiento, relativamente poco endeudado -en buena medida debido al menor desarrollo del Estado del bienestar con relación a nuestros socios-, que se abría por vez primera a las ventajas del comercio global y que, además, se beneficiaba tanto del cambio favorable de la peseta con el euro como de la bajada masiva de los tipos de interés. De hecho, la segunda legislatura de Aznar supuso un periodo de mayoría absoluta que se desperdició en lo que concierne al reformismo: la retórica fue una; la práctica, otra. A Barea se le despidió por incómodo, las reformas laborales no llegaron a tener lugar, más tarde supimos de las fortunas que algunos dirigentes del PP amasaban gracias a la corrupción en aquellos años. La hucha de las pensiones constituyó otro de los errores de aquel tiempo: en primer lugar, porque se sabía que no garantizaba nada cara al futuro; en segundo, y más importante, porque mientras se llenaba el Fondo de Reserva no se articulaba ningún plan de viabilidad real para las jubilaciones cuando el ciclo demográfico ya no fuera tan favorable. El resultado lo conocemos de sobra: tres lustros más tarde, el endeudamiento del Estado supera el 100% del PIB nacional y en el Fondo de Reserva ya no queda ni la calderilla. No afrontar los problemas con tiempo equivale a hacerlo mal. Los votos -y la propaganda- de hoy sedimentan el pesado fardo que habrán de asumir las siguientes generaciones.

Hace dos semanas, el gobierno decidió acudir a un préstamo para financiar la paga extra de las pensiones en diciembre. De este modo, lograba preservar en el Fondo de Reserva una última mensualidad -en torno a los 8.000 millones de euros- para futuros desembolsos: una cantidad del todo insuficiente. Un trabajador nacido en los 60 o los 70 sabe que le va a tocar jubilarse más tarde -a los 67 años en lugar de a los 65-, que va a cobrar menos -porque el cálculo de la pensión se va a realizar sobre los últimos 25 años cotizados- y que, además, la paga que va a recibir estará prácticamente congelada, con subidas previstas muy inferiores a la inflación. Y lo peor es que la evolución de las cuentas públicas no permitirá ninguna mejora apreciable; al contrario. La ilusión fiscal rara vez triunfa cuando los números no dan.

Aplazar la solución de los problemas nos ha conducido a un escenario injusto, sobre todo para los actuales contribuyentes. Crear un impuesto finalista para el pago de las pensiones resulta de nuevo cortoplacista. Confiar que durante la próxima década se dará un gran salto en el empleo, los salarios y la productividad no es descartable, pero una actitud prudente por parte del gobierno implica no pensar sólo en el mejor de los marcos posibles. La realidad es que el agujero de las pensiones representa cerca de la mitad del déficit total del Estado y que, una vez que se ha llegado tarde, ya no existen soluciones indoloras. El país tiene que seguir mejorando su recaudación, a la vez que racionaliza sus gastos de forma más acelerada. El problema que enfrentan las cuentas públicas es de fondo, sobre todo cuando las generaciones del baby boom empiecen a salir del mercado de trabajo. Y necesitamos estar mucho más preparados para ello.

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