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Juan Gaitán

El odio

Un hombre asesinado por llevar unos tirantes con los colores de la bandera española

Odiar es fácil. Es tan fácil que está al alcance de cualquier zopenco, de cualquier inútil incapaz de la rosa, capaz solo de la espina. El odio ha sido la mayor plaga de la historia de la Humanidad, y se comprueba, no sin amargura, que va a seguir siéndolo durante muchísimo tiempo, durante todo el tiempo, quizás.

Andamos estos días conmocionados por la muerte de un hombre a quien le vino a buscar el destino porque se puso unos tirantes con los colores de la bandera de España. Terrible delito, al parecer, para su agresor, capaz de ver solo en la dirección de lo irracional. La vieja piel de toro, marcada siempre por la sombra roja de Caín, otra vez manchada de sangre de uno de sus sempiternos bandos. De modo que lo condenó a muerte y lo ejecutó en el acto, según se desprende de las versiones testificales recogidas en la prensa.

Tennessee Williams creía que "el odio es un sentimiento que solo puede existir en ausencia de toda inteligencia", y está uno tentado de darle la razón viendo las fotos que se ven y leyendo las crónicas que se leen. En todas ellas se alude con insistencia a la condición de "falangista" y "extrema derecha" de la víctima y de "antisistema" o "anarquista" del agresor, como si ya con esas etiquetas quedase explicado el origen y el final del asunto. Ser falangista, aparte de una anacronía, no es algo esencialmente malo. Tampoco la anarquía, que es, según el francés Elisée Reclus, "la máxima expresión del orden". El atribuir indefectiblemente características violentas a cualquier partidario de las dos ideologías no es más que un simplismo, tan habitual en estos tiempos en los que todo queda reducido a un cliché y así no tienes que pensar y valorar las acciones de una en una, basta con adoptar un bando y odiar a todo lo demás así, a bulto, conforme a un modelo preestablecido. Si llevas esos tirantes, o esa pulsera, o esas rastas, es como ponerse una diana en la frente, una invitación al ataque. El gran poeta Alfonso Canales fue testigo en su infancia del asesinato a palos de un hombre en mitad de una céntrica calle de Málaga en plena Guerra Civil. Algún listo confundió un principio de calvicie en la coronilla con una tonsura y lo acusó de "cura encubierto". El odio hizo el resto. Cuando me lo contó ya tenía más de ochenta años y aún se estremecía al recordarlo. Lo vivía como si hubiese ocurrido ayer mismo. De hecho, ayer mismo ocurrió, porque, como siempre en España, ayer volvió a ser ayer.

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