La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El problema identitario español

De la urgencia por articular políticas de Estado

Las recientes elecciones catalanas, antes que elemento catalizador y clarificador de la densa y perturbadora dinámica política preexistente, han mostrado lo que muchos habíamos pronosticado, y es que la fragmentación de la sociedad catalana en dos mitades antagónicas es un fenómeno desdichadamente afianzado, por mor de políticas erróneas pergeñadas durante los últimos años por los responsables gubernamentales de Madrid y Barcelona, bien entendido que las ascuas sobre las cuales se propagó el incendio -sentimiento nacional catalán- hunden sus raíces en la historia y es seguro que se proyectarán en el tiempo. No han servido, por tanto, al propósito que muchos albergaban, cuál era el de hacer saltar por los aires la mayoría institucional del bloque nacionalista catalán, y han propiciado, por el contrario, la voladura de los escasos puentes de diálogo o de composición del conflicto que a duras penas sobrevivían. Las elecciones -siempre ocurre- han sobreexcitado los ánimos y radicalizado los mensajes, con la consecuencia conocida de obtención de mayores réditos por parte de las posturas más extremas, especialmente entre los electores que podemos tildar afines, en mayor o menor medida, al nacionalismo español (el bloque catalanista ha permanecido casi inalterable), que han señalado a Cs como favorito, con su rotunda e inequívoca apuesta por el "frentismo", frente a opciones -PSC, CAT COMÚ- Podemos- que en el conflicto catalán (es lo que se dilucidaba) mantenían una postura más matizada, compleja y, en consecuencia, menos inteligible. El resultado, en mi opinión, no es bueno para una futura transacción en torno al conflicto, toda vez que los electores constitucionalistas han señalado como su representante más cualificado a la opción más extrema -Cs-, preteriendo las más moderadas, lo que objetivamente aleja cualquier solución pactada. Esto es, los electores -¿era preciso volver a consultarles en estas circunstancias?- han alumbrado un nuevo actor, antes pirómano que bombero, a tenor de su posicionamiento.

Entiendo que, a la luz del resultado obtenido, nadie proyecte una segunda vuelta, inútil, estéril, extravagante e innecesariamente estresante para el cuerpo electoral, aunque desconfío del buen sentido del actual "establishment" político español.

El político con sentido de Estado no recurre, ante un problema como el que nos atenaza, al fácil pero contraproducente expediente de derivar la responsabilidad al elector, sino que procura la gestión del mismo en términos de optimización del resultado, minorando riesgos, y esto, aquí y ahora, pasa por un diálogo intenso, honesto y colaborativo entre los principales actores políticos en la búsqueda de la transacción.

El acuerdo no va a ser fácil, pero sólo tendrá opciones reales desde el convencimiento de que Cataluña -¿Euskadi?- no se sentirá mínimamente confortable sin un reconocimiento constitucional de su ser nacional. A partir de este presupuesto los avances serán posibles, solidificando en cualquiera de las múltiples variantes o modelos que nos ofrece el mundo del Derecho en clave de organización del Estado.

España es una realidad política compleja, como lo prueba nuestra historia, y el problema que ahora nos enerva ya preocupó -y mucho- a nuestros antepasados. Parece elemental que, ante un nuevo sarpullido o recaída en la enfermedad, apelemos al pasado y a nuestras propias experiencias colectivas en nuestro auxilio, aunque sólo sea para no reproducir idénticos errores, si es que convenimos en soluciones no traumáticas. La imposición por la fuerza de los más sobre los menos en esta materia, dominada por las pasiones, no anticipa nada bueno, y la extensión "sine die" del articulo 155 en Cataluña no debe producirse, ni la prisión provisional de candidatos electos, y menos aún la parodia de un Presidente autoexpatriado, conformando todo ello una suerte de estado de excepción que nos penaliza severamente como país.

El profesor Daniel Guerra Sesma exigía con todo fundamento, en una Conferencia protagonizada en la sede de este diario, días atrás, que una de los requisitos esenciales que debiera reunir todo político español pasaría por un profundo conocimiento de nuestra historia -no abunda- , y muy especialmente de la del siglo XIX, ya que efectivamente, los sucesos acaecidos a lo largo del mismo fueron enormemente trascendentes y están conectados con nuestro presente. Efectivamente, al igual que el oncólogo interroga al paciente ante los primeros síntomas de la enfermedad sobre sus antecedentes familiares al respecto, el actor político debe efectuar una inmersión en nuestro relato histórico para tomar buena nota de nuestros precedentes y adoptar las decisiones más adecuadas. Diversas son las fuentes a las que se puede acudir, ya que una variada pléyade de autores, desde diferentes disciplinas, se han ocupado de narrar, diseccionar y analizar nuestro desventurado siglo XIX. De entre todos ellos, me atrevo a sugerir, la lectura -relectura en su caso- de D. Benito Perez Galdós, tantas veces citado, como poco leído. Sus "Episodios Nacionales", entremezclando realidad y ficción, relatan en forma novelada los avatares del siglo, y constituyen una buena radiografía de aquella España, no tan diferente a la de hoy, evidenciando nuestros vicios y miserias -también nuestras virtudes- colectivas (dogmatismo, odio al adversario, incapacidad para entendernos, gusto por el autoritarismo y la violencia, etc.). En definitiva, un buen compendio de los males endémicos del país, y de las diferentes "almas" o "modos de ser español" que cohabitan en este territorio que llamamos España.

Compartir el artículo

stats