No se imaginan lo que pueden dar de sí cuarenta y cinco minutos sobre la cinta de correr de un gimnasio. No hacen falta cascos: escuchar conversaciones vecinas distrae más. Las hay para todos los gustos, máxime a una hora en que compartes escenario con jubilados, de manera que a tus cincuenta y tantos te encuentras entre los más jóvenes del lugar, lo cual en una sala llena de máquinas infernales levanta la moral.
La señora que camina a mi izquierda pega la hebra con un tipo coñón y campechano -han superado ambos de largo los sesenta- que se afana en mantener una conversación al tiempo que la cinta avanza. Hablan de los nietos y de lo desagradecidos que pueden llegar a ser los hijos. "La de mi hija vive conmigo porque ella va a trabajar muy pronto y no quiere andar con la cría tan temprano. Tiene 21 meses y es la alegría de la casa", dice la mujer. El paisano, que suda como un pollo de granja, añade: "Así da gusto tener fíos; si los crían los güelos... Los míos se van de vacaciones y nos encasquetan a los guajes sin preguntar. Y no les pongas una mala cara...".
A mi derecha, dos hombres, también sesentones de largo, discuten de fútbol: es lunes y pasan revista a la jornada liguera. Parecen Roncero y Pedrerol. "¿Viste Florentino? Quiere gastar una pila millones en fichar a cuatro extranjeros el año que viene", dice uno de ellos, de paso cansino. "Tendrá que aligerar la nómina y despedir a otros cuatro. Por la cuarta parte echábaselos yo", responde el otro, más ligero de pies.
Se despide la señora mayor hasta mañana y sube a la cinta una jovencita que parece un astronauta en un ecosistema jurásico. El paisano también abandona. "Marcho, que esta guaja corre que se las pela y deprímome". Y se va a la máquina de hacer remo, antes de que otro jubilado se la levante.