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Clave de sol

La obsesión identitaria en el conflicto catalán

Un problema enquistado por la tardía intervención del Gobierno de Madrid

Ante el sesgo que toma el carísimo culebrón catalán, hoy atascado, tiene uno la tentación de pensar que lo que el caso necesita, más que un batallón de políticos, es un ejército de psiquiatras. Los llamativos acontecimientos de los últimos meses no sólo han permitido conocer el alcance del problema, que es grande, sino también percibir la auténtica valoración de sus líderes, que resulta decepcionante.

El artificial conflicto catalán tiene como se sabe un origen antiguo, entonces contenido, y es de alguna manera paralelo con el vasco a partir de la aceptación de un falseamiento de la historia. Ocurre que los llamados padres de la Constitución se quitaron de encima los incordios separatistas catalán y vasco con la creación del carísimo Estado de las Autonomías, doctrinalmente sacado de la nada. En caso de conflicto, lo resolverían las generaciones futuras.

En definitiva, un aplazamiento de las obsesiones identitarias para contentar a quienes, por naturaleza, no se iban a contentar. Los resultados están a la vista. Por su parte, en los años finales del franquismo, surgiría en el País Vasco el terrorismo etarra, hijo espurio de un forzado nacionalismo que llega casi a nuestros días después de requerir un tristísimo tributo de sangre con casi un millar de asesinatos.

El separatismo catalán viene de más atrás, pero fue un movimiento, si no minoritario, por lo menos contenido y aún aceptado como algo comprensible o tolerable ya en el siglo XIX. Constancia informativa de estos antiguos pintoresquismos dejaba Julio Camba como corresponsal en Cataluña de un diario de Madrid hace más de cien años.

Como creo recordar que he comentado aquí alguna vez, una nueva corporación municipal barcelonesa quiso borrar del callejero todos los nombres considerados españolistas y, de paso, los católicos, chivos expiatorios como siempre. Así desaparecieron la Purísima Concepción, San Pedro y todos los santos (pero quedó San Gervasio), Cervantes, el Quijote o Nicolás Salmerón por poner algún ejemplo. Y no salió Cristóbal Colón porque lo hicieron natural de lo que algunos hoy ya conocen por Tabarnia.

Todo esto, de antes y de ahora, que a primera vista puede resultar incluso divertido, no es más que fruto de un forzado exclusivismo poco menos que racista que exigió incluso reformar la historia en los libros de texto de los escolares. Y que a la vez cultiva un victimismo de lujo, como es el caso Puigdemont, exiliado de oro para presumir de víctima.

Estamos ante un problema heredado de la Transición con el invento constitucional de las llamadas autonomías. Un conflicto previsible a plazo y ya enquistado por la tardía intervención del Gobierno de Madrid.

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