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Mucho abarcar y poco apretar

La ineficiente respuesta a las nevadas

Desde hace años, cuesta encontrar inviernos en los que la meteorología no genere problemas de notorias magnitudes. Nos estamos acostumbrando, incluso, a recurrir a medios extraordinarios, como los militares, para combatirlos. En lugar de abordar estas cuestiones con la correspondiente previsión dado su carácter periódico, las tratamos como asuntos de emergencia, generando de ese modo perjuicios notables a la población y al propio funcionamiento de la nación.

A quienes continúan patrocinando que los poderes públicos deben asumir más y más cometidos quizá sería bueno recordarles que mejor estarían ocupándose como es debido de los principales. Quien mucho abarca poco aprieta, y desde luego garantizar a los ciudadanos y transportistas el libre tránsito por carreteras, vías férreas y aeropuertos tiene que constituir necesariamente una de las más elementales obligaciones de toda Administración.

Aunque a efectos de responsabilidad convenga a los gobiernos pregonar avisos de temporal para que se disuada de la circulación y por ese camino se eludan indemnizaciones por la deficiencia de sus servicios, ello no puede ser de recibo en ninguna sociedad moderna, como no lo es en aquellas naciones que padecen peores inclemencias climatológicas y que sin embargo mantienen sus conexiones despejadas, aunque puedan ralentizar los trayectos dependiendo de la crudeza del tiempo. Un camionero lo dejó expresado de forma sencilla y contundente el otro día al contestar a una pregunta de un reportero televisivo: "tengo ganas de llegar a la frontera francesa para poder continuar sin que me hagan parar y eso que allí nieva bastante más que aquí".

La clave estriba en discriminar lo que es ordinario de lo que es excepcional. Y, por lo que se ve, poco parece haber de diferente entre estas borrascas de hoy de aquellas que nos relatan nuestros mayores, que algunos recuerdan menos livianas. Si esto es así, y encima ahora contamos con más y mejores infraestructuras y maquinaria que antes, no puede más que concluirse que los que fallan son quienes tienen confiadas las capacidades para asegurar el normal desenvolvimiento de las personas, tratando de escurrir el bulto aludiendo a tremendos fenómenos adversos o a una peligrosidad descomunal en lugar de arbitrar medios materiales y humanos para que no se cierre ninguna calzada.

Si no se logra ese objetivo tan evidente y primario, no hay razón para confiar en que se puedan alcanzar metas más complejas. Y ello se extiende especialmente a los dilemas que nos tienen entretenidos desde hace años sobre la estructura del Estado o a tantísimas otras complicaciones que centran a diario el interés de la opinión pública.

Durante los años en que desempeñé tareas consulares, me llamó la atención la existencia de tres teléfonos que el país al que representaba ofrecía a sus compatriotas: uno normal, otro de urgencia y un tercero de emergencia. Al preguntar por las materias que se reservaban para cada línea, me aclararon que el primero se ocupaba de cuestiones habituales (con una centralita), el segundo de las frecuentes pero que precisaban de una respuesta temprana (con menos personal atendiendo) y el tercero de las inaplazables (con un único funcionario al aparato). Si alguien llamaba a este último para gestionar asuntos distintos a un suceso inesperado, se le cortaba de inmediato la comunicación.

Las nevadas que de nuevo han caído y caerán no son materia de emergencia ni de urgencia, sino circunstancias ordinarias y cíclicas que precisan de una respuesta anticipada y eficaz. De lo contrario, que nadie nos siga considerando un país desarrollado.

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