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España embarrancada

El listado de problemas postergados, más allá del catalán

Tal vez la imagen más socorrida sea "El día de la marmota": como el protagonista, la política habría sido condenada a revivir su jornada, atrapada en la melaza del tedio por un problema catalán que degenera en telenovela infinita. Pero resulta engañosa: en la realidad, el calendario nunca vuelve atrás y cada ocasión desaprovechada es irrecuperable. La sensación de que España está embarrancada en un tiempo inútil empieza a ser desesperante.

Ya que estamos en un dilema de fronteras: la acción política no puede limitar por los cuatro puntos cardinales con Cataluña. Que es el asunto principal no tiene discusión; reducirlo al único es irresponsable. El listado de problemas, grandes problemas postergados, es amplio y el coste de oportunidad se multiplica. Para ir empezando: pensiones, transición energética, invierno demográfico, financiación autonómica y pacto educativo. Cada uno de ellos justificaría por sí solo el acierto de una legislatura.

La tentación de culpar a los políticos -así, a golpe de brocha- de abulia, cortoplacismo, incompetencia y otros vicios es un lugar muy concurrido. Por fortuna, también una bobada: no hay un partido que no esté al tanto del catálogo de urgencias. De hecho, la carrera entre PSOE y Podemos por capitanear la agenda social responde a la misma preocupación: pegarle una patada al monotema, abrir el guion, poner otros asuntos sobre la mesa. Por ahí mismo iba Pedro Sánchez cuando presentó los Diez acuerdos de país.

Protestar que los políticos no se enteran o, inútiles acreditados, carecen de propuestas, puede ser muy celebrado en las sobremesas y en los grupos de whatsapp, pero no se sostiene. Acertadas o no, propuestas sobran. La pregunta es otra: si los desafíos son tan evidentes, por qué no se abordan. Tópicos aparte, alguna razón debe haber.

Una primera disculpa remite a la fuerza de los hechos. Primero la recesión y después el independentismo han devorado esfuerzos y recursos. Cierta, pero incompleta: la hegemonía de ambas cuestiones no es suficiente para explicar semejante atrofia; tanta, que estemos ya melancólicos de reformas.

Puestos a buscar excusas, una muy a mano la regala el cliché: la pereza de Rajoy, el presidente en hamaca, indolente hasta la catalepsia. Que el jefe del Gobierno no tiene las hechuras para la aventura resulta obvio: antes el aburrido y pálido vendedor de ataúdes que la bailarina, el sheriff o, qué exceso, el pistolero.

Podemos darnos por satisfechos con la suma de esas dos explicaciones. Por un lado, la fuerza de los acontecimientos y por otro la parsimonia del Gobierno del Partido Popular nos han dejado varados sobre la arena y lejos de la orilla, sin que se vea el modo de volver a flote. Pero conformarnos con ese análisis omite otros condicionantes.

Habrá que recordar que una parte de la política ha decidido acampar fuera de la Constitución, extramuros del ordenamiento jurídico. Ensimismado en un único destino, el soberanismo catalán no está por participar en esas reformas: sería tanto como arriesgarse a que la rueda de los cambios les atropellase en una dinámica de integración.

Por supuesto, también se podrían poner en marcha sin ellos. Al fin y al cabo, aritméticamente son prescindibles. Además, el horizonte de las transformaciones podría ilusionar a su electorado, necesitado de más alicientes que el tremolar de la estelada. Bien, pero sucede que los inconvenientes no acaban ahí. La mínima honestidad exige reconocer que la mayor diversidad de la representación parlamentaria no se ha traducido en un acicate para el entendimiento, sino para la vetocracia y las coaliciones negativas.

Sin nostalgia, quede claro. Antes se maldecía al bipartidismo como una tumoración: constreñía el reflejo de una sociedad plural y alimentaba la soberbia del PP y del PSOE, anquilosados con la entraña carcomida por años de poder. Pura casta, ¿recuerdan? Pues bien, festejamos con alborozo el fin del dominio bipartidista, pero a cambio tenemos una pluralidad yerma, con fuerzas en pugna por el mismo electorado. La reacción del Partido Popular ante el auge de Ciudadanos es de una histérica evidencia. En la izquierda, los mecanismos de elección interna tampoco allanan el acuerdo. Las primarias robustecen la democracia y refuerzan a la militancia, por supuesto; ahora, también tienen su reverso: el peligro de cesarismo y la necesidad de nutrir de continuo la comunión con la hinchada, para lo cual nada mejor que un buen adversario. Recalentados en ese fragor, los verbos cambian de significado: dialogar es rendirse, acordar es claudicar, pactar es traicionar. Una vez convertido el competidor en un enemigo, ya se sabe: ni agua. El bien común, cosa de pánfilos o de traidores, según.

Todo lo anterior se entiende bien con la financiación autonómica, ese bicho recurrente que asoma a cada poco. Aparquemos los juicios expertos para pensar sólo en el reparto de actores: el Gobierno central, los autonómicos y las fuerzas parlamentarias. ¿Puede alcanzarse un acuerdo sin la Generalitat? Y, si aceptamos la autoexclusión del Ejecutivo catalán, ¿sería conveniente una reforma que, encima, no convenciese a otras autonomías ni asumieran el PP y el PSOE?

España puede aguantar embarrancada lo que falta de legislatura, dejando caer las hojas del calendario del tiempo inútil de la política y perdiendo crédito a chorros, o iniciar la andadura de las reformas aplazadas. Ante un Gobierno temeroso de los cambios, ese impulso puede asumirlo la socialdemocracia. Sería una excelente credencial para un partido de gobierno dispuesto a liderar todo un país amplio y complejo. Pero habrá que partir del convencimiento de que los pactos de Estado tienen, por el mismo hecho de serlo, una vocación mayoritaria que incluye al principal competidor. Algo que probablemente pasa por admitir y explicar, más vale tarde que nunca, que negociar y traicionar son verbos y significados distintos. De paso, nadie debería ignorar que la agenda reformista y la capacidad de acuerdos son dos de los atractivos de Ciudadanos. La orientación de sus propuestas ya es otra cosa.

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