La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Expresidente del Tribunal Constitucional

Una reforma constitucional para los de dentro

La necesidad de reconstruir un proyecto nacional de vida en común

El pasado mes de diciembre se cumplieron 39 años desde la aprobación y promulgación de nuestra vigente Constitución. Treinta y nueve años que, en medio de no pocas dificultades, acotan una de las páginas más brillantes de la Historia de España; sobre todo, si se la compara con los otros treinta y nueve que la precedieron. Este que comenzamos -casi a modo de Encíclica, su Cuadragésimo Año- puede ser quizá el más crítico, porque en él podría definirse el fiel de una posible reforma constitucional, que no sé hasta qué punto es o no probable en la actualidad, dada la falta de predisposición para el diálogo que manifiestan por ahora los actores políticos.

Los recientes acontecimientos de Cataluña, todavía inconclusos, han supuesto un verdadero envite para el orden constitucional, al estar implicadas la integridad territorial y la soberanía nacional. No se trata solo de un grave problema institucional, sino de algo más profundo, de una auténtica crisis del proceso nacional español, que exige una solución, más que judicial, política, integrada en un proceso de reforma constitucional que aborde no solo el encaje de Cataluña en España -que no es un capricho de los catalanes y que hunde sus raíces en la historia-, sino el cierre del propio sistema autonómico, de sus ámbitos competenciales e institucionales y del reconocimiento, si preciso fuera, de sus auténticas singularidades.

La Transición política hizo germinar entre los españoles un verdadero proyecto sugestivo de vida en común. Había que conquistar la libertad y el pluralismo, construir una democracia, edificar un verdadero Estado Social y Democrático de Derecho fundado en el efectivo reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona, en la efectividad, también, de los derechos sociales y en una real división de poderes; había que integrarse en Europa, económica y políticamente. La Constitución de 1978 cristalizó esas aspiraciones en un espacio político comúnmente compartido, en el que parecieron encontrar solución los viejos problemas que habían hecho imposible el constitucionalismo decimonónico: una Monarquía parlamentaria calificada por algunos como República coronada; un Estado aconfesional respetuoso con la libertad de conciencia y con las confesiones religiosas inscritas; unas Fuerzas Armadas enteramente sometidas al poder civil, profesionalizadas e integradas en estructuras militares europeas; y finalmente, un régimen de las Autonomías que dejaba abandonado el Estado unitario centralista y parecía dar suficiente acomodo, incluso a través de su calculada indefinición, a los nacionalismos periféricos.

Treinta y nueve años después, sin embargo, esa realidad constitucional, que ha hecho de la Constitución española una de las más progresistas del mundo por el nutrido elenco de derechos fundamentales que define y por el contenido social que les asigna, parece necesitada de un ajuste a las aspiraciones de las nuevas generaciones y a la solución de los problemas que plantea el mundo globalizado de nuestros días, aunque sin abandonar por ello su nervio normativo y el indudable progreso que supuso.

El problema, por tanto, es fundamentalmente político, de reconstrucción de un proyecto nacional que renueve a su vez lo que, en palabras de Renan, es una nación: la voluntad de vivir en común. Una voluntad que, hoy por hoy, pasa por reflejar en las instituciones la voluntad real del país mediante una legislación electoral que no la distorsione en función de la concentración territorial de los votos, máxime si pretendemos convertir el Senado en una auténtica cámara de representación territorial.

A su vez, la unidad en la diversidad -que eso es España- ha de obligarnos a pasar del simple reconocimiento de las singularidades a su integración en la cultura y vida cotidiana común de todos los españoles. Pongo un ejemplo: la defensa del castellano en las comunidades plurilingües debería ir acompañada de la defensa y promoción de las otras lenguas españolas (que hablan más de 13 millones de conciudadanos) en el resto de España, cuestión que conozco por mi condición de valenciano. Tampoco el mencionado reconocimiento puede quebrar la solidaridad entre los españoles, legitimando aspiraciones insolidarias o continuas transferencias financieras para remediar el atraso de determinados territorios sin abordar transformaciones de calado que lo evite.

La distribución territorial del poder, que ha generado nuestro Estado de las Autonomías -cuyas normas en la Constitución, muchas de ellas procedimentales o transitorias, necesitan, como antes se ha dicho, de actualización- no está para servir a los territorios, sino para servir a las personas. Acercar el poder de decisión y la Administración al ciudadano pasa, entre otras cosas, por evitar duplicidades, clarificar la legislación y las relaciones interadministrativas, reducir su elefantiasis. Pero pasa también porque cada Administración se responsabilice financieramente de la prestación de sus servicios y tenga garantizada la suficiencia de los mismos, de modo que sepamos a quién debemos exigir responsabilidad por ellos. Se impone una clara delimitación de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas, fundada en criterios racionales de interés general, evitando la invasión de uno en las del otro, con continua litigiosidad ante el Tribunal Constitucional, y limitando también la posibilidad de delegación o transferencia inmotivada de competencias del Estado en un proceso que, huyendo en su momento del federalismo, tiene tintes claramente confederales y puede generar altas dosis de inseguridad y desigualdad.

Debemos proponer reformas para canalizar adecuadamente la voluntad y las aspiraciones de quienes aceptamos permanecer dentro del Estado de la Autonomías que la Constitución diseñó en los términos antes apuntados. Es por ello que los graves problemas que actualmente se presentan en torno a la distribución territorial del poder no deben cerrar el paso a las reformas necesarias pedidas por el conjunto de la ciudadanía que quiere renovar y actualizar el compromiso de permanecer juntos. En este sentido, vuelvo a invocar mi condición de valenciano para reclamar, de forma rotunda, la competencia de mi Comunidad para legislar en materia de Derecho Civil; competencia que reconoce su Estatuto reformado en 2006 en 7 artículos, que concitó una gran unanimidad política en el Congreso de los Diputados y que, con una interpretación estricta de la competencia estatal sobre legislación civil y de la subsistencia "de los derechos civiles, forales o especiales, allí donde existan" (art. 149, 8ª de la Constitución), no ha reconocido el Tribunal Constitucional al anular tres leyes dictadas por la Generalitat Valenciana en materia de régimen matrimonial, custodia compartida y parejas de hecho. ¿Por qué cercenar esta aspiración legítima y estatutaria en un país que nunca ha tenido ni va a tener unidad legislativa civil y cuyas legislaciones civiles autonómicas nada tienen que ver con las antiguas Compilaciones? Podría perfectamente devolverse esa competencia a los valencianos, igual que la tienen otros 15 millones de españoles de Aragón, Navarra, Cataluña, Baleares, Galicia y País Vasco, mediante una actualizada reforma de los términos en que viene redactada la competencia estatal sobre legislación civil acabada de mencionar, que para nada desvirtuaría el núcleo de las reglas que garantizan los elementos básicos que, en el mismo precepto, delimitan la competencia estatal sobre la materia.

Estos impedimentos constitucionales no justificados, junto a realidades como la desigual financiación autonómica -mi tierra es el ejemplo del maltrato financiero reconocido por todos pero no paliado por nadie- o las reticencias frente a proyectos verdaderamente estructurantes pero no centralistas, como el corredor mediterráneo, son los que van generando una desafección que puede y debe ser evitada.

Debemos definir nuestra voluntad de vivir juntos en positivo, con proyectos integradores que conviertan las peculiaridades de cada uno en su aportación a la riqueza común. No más igualdad que la necesaria, que no puede identificarse con uniformidad según tiene declarado el Tribunal Constitucional, y cuya meta ha de ser, en nuestro caso, la integración de la diversidad. Pero con todos los mecanismos precisos para garantizar, de modo efectivo, esa igualdad necesaria en una España democrática que reconoce sus carencias, que sabe que ha envejecido, pero que es capaz de corregirse y ponerse metas para emplazarse, al menos, al cabo de otros treinta y nueve años.

Compartir el artículo

stats