La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Laviana

Más allá del Negrón

Juan Carlos Laviana

Uso y abuso de la lengua

Una reflexión sobre el asturiano mientras la guerra de la oficialidad parte Asturias en dos

El Entrego, 1970. Clase de Latín en segundo de Bachiller, llamado elemental. Un profesor ceñudo pregunta a un alumno por qué no ha traído el libro de texto. El chaval, de 12 años, responde temerosamente: "Nun lu topé". El docente -que hablaba lo que entonces conocíamos como fino- no solo reprendió duramente al chico, sino que se mofó de él. Faltó tiempo para que el resto de la clase se sumara al aquelarre de risas y burlas contra el pobre aldeano, ya enrojecido, hinchado, sin saber dónde meterse. Desde entonces, el pequeño Albino -así se llamaba y espero que se siga llamando- hubo de soportar durante meses lo que hoy llamaríamos bullying y lo que entonces no eran más que cosas de guajes: "¿Qué, Albino, topaste ya el libru?".

Años después, descubrí que el verbo topar era perfecto castellano, caído en desuso eso sí, pero absolutamente correcto. Para mí la idea de la persecución lingüística siempre iría asociada al caso de Albino.

Entonces el asturiano no estaba considerado como una lengua, sino como un mal uso del español, que se corregía en las clases como quien corrige la utilización errónea del pretérito imperfecto. Profesores y alumnos vivíamos una especie de doble vida: la de la escuela, el cine, la radio y las lecturas, en castellano, y la del resto de actividades -la casa, los juegos e incluso el trabajo-, en lo que antes llamábamos bable. Lo sé por mi propio hermano, maestro, al que yo admiraba por hablar fino de Oviedo como nadie, pero que en casa no le he oído jamás hablar en otra cosa que no fuera el asturiano.

Pamplona, 1975. No es un lugar problemático para las lenguas, al contrario, pocos sitios tan acogedores como Navarra. Mi primer contacto con la población local resulta un fracaso. Es el primer día de clase y espero impaciente el autobús. Cuando llega la Villabesa -así le llamaban allí a la línea-, en un intento de ser sociable, comento a una chica muy guapa que se encontraba a mi lado: "¡Qué luego llegó!". Me mira con la cara de quien ve a un loco que pronuncia palabras sin sentido: "¿Qué?". Intento explicarlo: "Que llegó muy luego". A mitad de camino, dada su cara de hastío, tuve que desistir. Pese a que durante un año esperamos el autobús cada mañana en el mismo sitio, nunca más me atreví a dirigirle la palabra de la vergüenza que sentía. Pasaron muchos días hasta que supe que "luego" no tenía el mismo significado que "pronto", y que la cara de aquella chica no era de asco hacia mis intentos de flirtear, sino que simplemente no me entendía. ¿Qué sentido puede tener "qué más tarde llegó el autobús"?

Barcelona, 1978. En la redacción de "Diario de Barcelona", todos son catalanes menos yo. Es otro año turbulento de la transición, el de la Constitución que se elabora en Madrid, el de "Llibertat, amnistia i estatut d'autonomía". Lejos de las pugnas políticas, me toca encargarme de la muerte de Pablo VI a las órdenes de un encanto de chica llamada Anna, jefa de la sección de Internacional. Como buen novato que se hace el interesado, le lanzo un millón de preguntas y me contesta en catalán. Como medio comprendo sus respuestas, tardo tiempo atreverme a pedirle que me hable en español. Por fin se lo digo y me vuelve a contestar en catalán.

Fue un suplicio trabajar en una lengua que desconocía cuando la interlocutora hablaba perfectamente la mía. No volví a sentirme igual hasta que una vez en Harlem caí en la cuenta de que era blanco al ver que era el único de ese color que viajaba en un atiborrado vagón de metro.

La idea de exclusión lingüística siempre la asocio a la muy inteligente Anna, cuya legítima lucha consistía en utilizar el catalán a toda costa, incluso para elaborar un periódico que se publicaba en castellano. Hay que precisar que fue la única en mantener esa postura en una redacción muy izquierdista y muy catalanista.

Cuento todo esto para no tener que pronunciarme sobre la oficialidad del asturiano. De primeras, me sale que no es necesaria, que la lengua no es como Santa María del Naranco o la catedral, monumentos que necesitan protección ante las inclemencias del paso tiempo, que la lengua se basta por sí sola para defenderse, que la lengua no hay que imponerla y eso es a lo que me suena la nefasta palabra oficialidad. Por sistema, creo que cuando algo se hace oficial deja de ser libre. En nuestras propias manos está proteger el patrimonio de nuestra lengua de la mejor forma: hablándola.

Le pedí a mi amigo el escritor Miguel Barrero que me explicara, que me convenciera, que me diera razones en favor de esa oficialidad. Me las dio y buenas. Y sí, las entiendo, pero por más vueltas que le doy sigo sin encontrarla necesaria. Y mucho menos ahora, cuando el castellano sufre persecución en un importante pedazo de la España del Este. Aunque solo fuera por eso, ya sería necesario esperar, no vaya a ser que nos topemos con lo que no buscamos. Y, sobre todo, debería hacerse al amparo de un amplio acuerdo de la sociedad -que no hay- y nunca impuesto por una mitad sobre la otra mitad. Asturias tiene muy buena imagen más allá del Negrón. Ese patrimonio también debiéramos mimarlo por encima de rencillas vecinales.

Compartir el artículo

stats