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Desayuno con garbanzos

Cómo ser la mejor madre y no morir en el intento

A principios de los 80, alguien en mi familia consideró que debía advertirnos de los males que ocasionaba ver la tele de cerca. "Los rayos son peligrosos", decía. Jamás supimos si se refería a que fastidiaban la vista o, algo peor, si eran radiaciones radiactivas profundamente nocivas. Fuera lo que fuera, todos en casa mirábamos la tele a tres metros de distancia. Hoy todos somos miopes.

Hubo un tiempo en que el cerdo era el enemigo público número uno y que el aceite de oliva no era el rey del mambo. Las patatas hervidas para desayunar y los zumos de tomate con pomelo desintoxicaban. Así que desaparecieron las tostadas con mantequilla de las mañanas. Hubo épocas en que lo probamos todo: chía, quinoa, bayas, infusiones de jengibre y perejil, limón en ayunas y pastelitos de cúrcuma. Un día llegó el relax y en un año me zampé todos los panes de leche que cualquier ser humano puede comer en toda su vida. Ah, la felicidad. Sucede, sin embargo, que cuando una es madre, por alguna extraña razón, algunas de esas prácticas algo obsesivas cabalgan de nuevo.

Una dietista ha publicado una foto de su hijo pequeñísimo desayunando garbanzos y alardeando que éste no sabe lo que es el azúcar y leo la reacción de la periodista Ana del Barrio que tira la toalla ante lo que titula "nutripolleces". Las que estamos en medio de la trifulca, aunque sea ideológicamente porque la realidad es que nuestros hijos no comen garbanzos y se pirran por las galletas, vivimos con angustia el debate sobre la mejor nutrición o la mejor educación o cómo ser la mejor madre y no morir en ese intento.

Algunas madres invertimos horas revisando y desechando artículos con aceite de palma o colorantes artificiales. Nos reconocemos en los pasillos de los supermercados. Nos une la complicidad de la defensa de las coles de Bruselas. Vivimos con horror descubrir que la tableta de chocolate ha durado menos que un suspiro y nos tortura no saber si dar de comer pasta, beber leche y preparar un bocadillo de pan de barra equivale a envenenar a nuestra prole. En casa apenas entran las chuches, pero cenar lentejas o espinacas salteadas tampoco es un festival del humor. Los días de fruti-merienda guardo la manzana en las bolsas sabiendo que, muy probablemente, acabará sirviendo para jugar al fútbol.

En contra de todos los consejos de los especialistas, algunas madres acarreamos con las mochilas de libros de nuestros hijos. Y no porque les hiperprotejamos, sino porque nos gusta verles caminar livianos. Somos las que escuchamos cómo otras gestionan y cuadran agendas plagadas de clases de inglés, actividades que ejercitan la agilidad mental, el cálculo matemático, la sensibilidad para las artes, el clarinete y la robótica. Planean intercambios con familias inglesas y apuntan a sus hijos a campamentos deportivos en los que trabajar la motivación. Las madres menos perfectas, las que llevamos bocadillos de sobrasada, galletas y varios trozos de chocolate, nos miramos cómplices segundos antes de ver salir a nuestros hijos por la puerta del colegio. Y en ese instante sabemos que no, que ellos no merecen merendar garbanzos. Por lo menos, de momento.

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