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Laviana

Más allá del Negrón

Juan Carlos Laviana

Salvemos la crítica

La economía colaborativa convierte al consumidor en juez

Antes de Navidad, reservé un hotel en Gijón a través de una de esas plataformas de lo que se ha dado en llamar economía colaborativa. Desde entonces, día sí, día no, me encuentro en mi correo un reclamo para que valore mi estancia. Me he resistido, porque quién soy yo para hundir a un hostelero por un mal día. Era un hotel de esos que ni fu ni fa, barato, que te sirve para una estancia breve, con muchos defectos, pero por ese precio qué vas a pedir. Todos esos matices son imposibles de resumir en un pulgar para arriba o para abajo.

Cada día los servicios, del tipo que sean, están sometidos a un mayor escrutinio. Después de comprar en El Corte Inglés, una dependienta con sonrisa suplicante te ofrece un aparato para que aprietes un botón: rojo si la atención ha sido mala; verde, si buena. En cuanto te bajas de un Uber o un Cabify, te llega al móvil un mensaje con la foto del chófer con cara de pena pidiéndote que valores el viaje. Al salir del aeropuerto, un aparato te pregunta si has esperado mucho por las maletas. Qué responsabilidad. Me niego a decidir el futuro laboral de una dependienta, un conductor o un mozo de equipaje.

Ahora la petición de "ayúdanos a mejorar nuestro servicio" ha ido todavía más allá. Las grandes plataformas de comercio electrónico te hacen llegar mensajes de otros usuarios que están pensando en comprar lo mismo que tú ya has comprado: "Oye, ¿está rico el café de la Melita Easy Top?", "oye, ¿el robot aspirador ese que compraste aspira los pelos de los gatos?, "oye, ¿cuánto le dura la tinta a HP Photosmart 5225?"

Pero qué confianzas son esas. Que Amazon ponga un servicio de atención al cliente para solucionar las dudas sobre lo que vende. Yo no conozco de nada a esos clientes. No sé cómo le gusta el café a ese señor al que un bot ha convertido en amigo mío, si el gato de ese otro es persa o scottish fold, o si el de más allá imprime tesis doctorales o cuadros de Velázquez. Si ni me atrevo a recomendarle nada a mi cuñado, no vaya a ser que le salga malo.

"El Cultural" publica cada semana una entrevista de esas tipo cuestionario Proust, en las que se repiten las mismas preguntas a diferentes personajes. Una de las cuestiones es: "¿Le importa la crítica, le sirve para algo?". Me sorprendió la respuesta del arquitecto Andrés Jaque: "Que gente interesante e informada dedique tiempo a mi trabajo me parece una suerte y una gran ayuda". Ahí está la clave. El problema es que estamos perdiendo la fe en la crítica y la estamos dejando morir. Hay que hacer algo para recuperar lo que se llamaba la crítica especializada. Esa es la clave: la crítica que sabe de lo que habla.

Ahora parece que todos sabemos de lo que hablamos. Para elegir un restaurante, miramos los comentarios de otros que saben lo mismo que nosotros o menos: "Encontré un pelo en la sopa", "trajeron la merluza fría", "la sidra parecía caldo". Y ya no vas. Qué injusticia. A saber, igual el del restaurante de al lado se ha dedicado a hundir la reputación de su competencia. Cuántas veces oímos la nueva e implacable amenaza: "Se va a enterar, le voy a poner a parir en Internet". Es el equivalente del "nos veremos en los juzgados" o el "tendrás noticias de mis padrinos".

Debo de ser poco democrático, una antigualla, porque todavía elijo una película o un libro según la opinión de determinados críticos y no por votación popular. Por eso, me eché a temblar cuando leí que Facebook iba a pedir a los usuarios -2.000 millones de críticos- que decidieran qué periódicos son fiables y cuáles no. Me pareció oír a una multitud gritando: "A los leones", "a los leones", mientras un Mark Zuckerberg vestido de emperador romano apuntaba su pulgar hacia abajo.

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