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Daniel Capó

¿Adiós a los consensos?

El conflicto como tendencia política global

El final de la II Guerra Mundial y el inicio de la posguerra pusieron en marcha un proyecto de largo aliento basado en el comercio, la estabilidad, el equilibrio y el consenso. Europa había sido destruida por el conflicto entre nacionalismos (cabe afirmar con Kennan que el comunismo soviético fue también una variante del nacionalismo) y por la caída de los viejos imperios. La paz entre los países exigía un nuevo humanismo que mirase, por un lado, hacia la prosperidad del hermano americano y, por el otro, a un potente desarrollo de las políticas del bienestar: más comercio, más colaboración entre Estados -militar, industrial, gubernamental-, mayores equilibrios sociales? Bajo el paraguas de los Estados Unidos, que garantizaba la seguridad exterior, Europa empezó a soñarse como un espacio de paz. Si desde el descubrimiento de América en 1492 la hegemonía del mundo era europea, la segunda mitad del siglo XX dio lugar a una forma distinta de poder basada en la ejemplaridad de los valores. A lo largo de estos últimos cincuenta años, la UE se ha pensado a sí misma como un modelo de democracia avanzada, de respeto a los derechos fundamentales, de impulso a la cohesión social y al medio ambiente, y de diálogo y consenso. Por supuesto, se trata de una historia de éxito que no ha podido evitar ni la creciente pérdida de peso de la Unión en el contexto mundial -América y África miran cada vez más hacia el Pacífico en lugar de hacia el Atlántico-, ni el reavivamiento de conflictos internos que se creían apagados para siempre, una vez que el discurso lineal del progreso económico se ha debilitado. La principal tendencia política de nuestra época -nos recuerda Maçaes- es la confrontación, no la armonía. Y esto plantea notables dificultades al modelo democrático que surgió de la posguerra.

En primer lugar, porque ya no existen propiamente fronteras ni espacios preservados, sino que, al contrario, los efectos de cualquier desavenencia son globales y afectan tanto a la circulación de las personas -vía migraciones- como al comercio. Un mundo sin consensos supone también un incremento de todo tipo de frustraciones, como sucede a diario con los distintos movimientos identitarios que, llevados al extremo, corroen los pilares de la democracia. Un mundo sin consensos es el dominio del todo o nada y un terreno ideal para los populismos que conciben la sociedad de un modo maniqueo. Un mundo sin consensos, en definitiva, es el ámbito de la guerra cultural, del conflicto permanente que reniega del matiz o la cesión. Pensemos de nuevo en clave nacionalista: ¿cómo renunciar a algo que nos define o que creemos que lo hace? Y ¿cómo pueden convivir identidades distintas cuando chocan unas contra otras?

Según el liberalismo parlamentario clásico, la respuesta sería obtener un consenso en el que las múltiples partes cediesen a cambio de una lealtad compartida. Pero, para el populismo, cualquier tipo de acuerdo responde al dictado de los poderosos y sólo sirve para reforzar el statu quo. Que la evidencia sea contraria a esta hipótesis cuanta poco, porque siempre se encontrarán casos que la corroboren. Lo importante aquí es constatar que una democracia en clave identitaria se encuentra definida por la confrontación, a no ser que se reduzca su pluralidad interna. Si para el liberalismo la riqueza de la inclusión se mide por su reconocimiento de la pluralidad, para el populismo lo inclusivo es la adoración de un dios único, habitualmente bajo el nombre de "pueblo".

Pasar de un concepto determinado de democracia a otro antagónico supone un estado intermedio de desorden y caos. Esta es la lógica implícita a los movimientos políticos que impugnan el actual modelo europeo y cuyos desafíos son tanto internos como externos: la renacionalización de la soberanía, por ejemplo, o la presión rusa por el Este que se cierne sobre países como Ucrania, Hungría o Polonia. Fue precisamente en 1945 cuando Raymond Aron constató que el futuro de Europa dependía de una unidad mayor que evitase convertir el continente en un apéndice de otros bloques mayores -en aquel momento, Estados Unidos y la URSS; hoy, América y Asia-. La crisis de la democracia liberal en la UE alerta de nuevo sobre la creciente irrelevancia de Europa.

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