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Manifestocracia

El recurso a la movilización social para desgastar a los gobiernos

El recurso a la movilización social para desgastar a gobiernos es cosa antigua. La novedad es que ahora estrena ámbitos alejados de la coyuntural lucha sindical, abriéndose a asuntos más sistémicos. En Italia se acaba de ensayar con el racismo y la inmigración, y aquí con las pensiones y la situación de la mujer. En todos estos casos, no responden a concretas iniciativas gubernamentales o legislativas, sino precisamente a eventuales inacciones en dichas materias, limitándose a exteriorizar un malestar que se pretende convertir en unánime, sin espacios para la disidencia.

"Nos conviene que haya tensión", susurró a micrófono cerrado aquél líder político a su entrevistador meses antes de unas elecciones. En nuestro pasado reciente, hemos asistido a fenómenos de agitación ciudadana que han provocado notables efectos en la vida pública, originando incluso auténticos vuelcos electorales, motivo suficiente para prestarles la debida atención y tratar de profundizar en su calado.

Dando por sentado que estas protestas sean espontáneas y no guarden relación con partidos o sindicatos, ni tan siquiera en los elevados recursos económicos que se precisan para su logística, asombra la ausencia de propuestas alternativas a lo que se rechaza. No es de extrañar que por eso los destinatarios del malestar se hayan apresurado a lucir los lazos con los que hoy se visualiza el apoyo a algo.

¿Conocen a alguien que no desee que ancianos o personas vulnerables estén debidamente cubiertos en sus necesidades y cuenten con las mejores pensiones? Lo mismo sucede con la situación de la mujer y la brecha salarial por realizar un mismo trabajo que el hombre. De lo que se trata aquí, sin embargo, es de plantear fórmulas realistas y sostenibles para lograr ambas metas, algo de lo que no se habla demasiado cuando es precisamente de lo que toca hablar.

Si una de las naciones más envejecidas del planeta quiere subir la jubilación a sus ciudadanos, antes deberá darse con la receta mágica para conseguir esos cuantiosos cuartos. Y para ello no queda más remedio que potenciar la actividad económica, profesional y empresarial, salvo que confiemos en un maná celestial que no es previsible que comience a caer. En la otra cuestión, tampoco parecen idearse proyectos aparte del socorrido recurso a la equidad, sin advertir que hombre y mujer pueden y deben ser iguales ante el derecho, pero no lo son ante la biología. El discurso igualitarista, en este como en tantísimos otros terrenos, no encuentra enfrente a ningún otro pensamiento distinto, como consecuencia de la eficacia de su agitprop social y cultural.

Aunque toda democracia deba tomar nota de estas reacciones ciudadanas, no parece lo mejor que se deje guiar por ellas. Donde funcionan bien las instituciones, es en ellas donde se suscitan y resuelven estos debates, al contarse con los datos precisos y los remedios disponibles. En las naciones con Estados débiles, como sucede en gran parte de Iberoamérica, es la calle la que manda, originando endémicos caos políticos de prolongados y aciagos efectos, debido precisamente a la ausencia de respuestas sensatas y al predominio de la demagogia barata.

En el Mayo francés, cuyo medio siglo cumpliremos este año, De Gaulle soportó estoicamente una ola de huelgas y masivas protestas que apuntaban también a los cimientos del sistema, donde se anunciaba arena bajo los adoquines. Arrasó en las elecciones y quienes las impulsaron fracasaron con estrépito. Quién sabe si de nuevo volverá a triunfar esa mayoría silenciosa que prefiere la mesa camilla al paseo con banderas y sobre todo las soluciones en lugar de las protestas sin propuestas.

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