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Laviana

Más allá del Negrón

Juan Carlos Laviana

Pensionistas, se acabó el júbilo

En las grandes movilizaciones de estos días llama la atención lo jóvenes que son los retirados

Pensionista no es sinónimo de viejo. Es una perogrullada, pero conviene recordarlo: pensionista es el que recibe una pensión. El gran problema que tiene este país es que hemos convertido a todos los pensionistas en viejos, independientemente de su edad. De eso, sabemos mucho en Asturias, donde durante décadas se ha adelgazado la nómina de la minería y la siderurgia a base de jubilar a chavales de poco más de 40 años.

No hay más que ver esos lugares de Gijón -como de cualquier otra ciudad- donde se reúnen los retirados en busca de un rayo de sol, como la Moncloa (Plaza de Europa) o el Senado (Campo Valdés). O darse una vuelta por una playa mediterránea en febrero, copada por los profesionales de los viajes del Inserso. O ver quién cultiva la huerta de los abuelos. O quien da vida a los mortecinos chigres entre semana. O cruzarse por la playa San Lorenzo a bandadas de caminantes rápidos -o corredores lentos- vestidos con chándales más propios de un ironman.

Eso los que salen de casa, los que encuentran un entretenimiento. Entre mis amigos cuarentones y ya jubilados, había uno que ante la frustración de no saber qué hacer con su vida, se dedicaba a recorrer la "Y" sin destino fijo durante horas y horas, como si fuera un circuito cerrado, porque no soportaba estar en casa sin hacer nada.

Hace unos años los jubilados no hubieran salido a la calle a manifestarse sencillamente porque estaban demasiado viejos y achacosos para esos trotes. ¿Alguien de 40 años hoy se imagina a su abuelo en una manifestación? Pues los tiempos han cambiado y los abuelos de hoy no son viejos, pero igualmente los hemos jubilado.

Escudriñando entre los líderes del llamado movimiento yayoflauta -antes los panteras grises- con el fin de ver si estaban manipulados por Podemos, nos encontramos con una serie de tipos jóvenes y fornidos, ninguno mayor de setenta con una aparente buena forma envidiable. Cristóbal Ráez es probablemente el más popular. ¿Lo recuerdan? Pelo y barba canosa, acento andaluz, voz enérgica, que recuerda un poco a la de Anguita. Bueno, pues el líder de los ancianos tiene la friolera de 56 años.

¿Qué cómo es posible? Muy fácil. Todos recordamos las famosas prejubilaciones, aquellos EREs de condiciones tan ventajosas. Qué tire la primera piedra quien no sintió envidia por aquellos retiros a los 50 conservando el mismo sueldo. Dice Cristóbal, prejubilado de la banca, que el 80 por ciento de sus vecinos en la barriada sevillana donde vive están retirados.

¿Qué hemos hecho? ¿Cómo nadie se dio cuenta? ¿Por qué somos tan irresponsables? La consecuencia es que ahora nos encontramos con que no hay dinero para las pensiones. Sí, ya se sabe que los políticos tienen aseguradas las suyas, que si no se los hubieran llevado crudo con las corruptelas, que si tal y Pascual. La cruda realidad es que la vida alegre y jubilosa se acabó.

Y se acabó porque en esta sociedad ciega, que sólo vive el presente, cometimos la torpeza de expulsar a los adultos, de sobrevalorar lo joven, de nutrirnos de una masa laboral de imberbes sin experiencia y mal pagados. La senectud pasó de ser un valor a ser una rémora. Cuando llegué a esta profesión, el periodismo, me preguntaba por qué todos eran jóvenes, dónde estaban los periodistas de más de 50 años. Sólo quedaban algunas excepciones, estrellas mediáticas como Carrascal o los empresarios, que esos nunca se bajan del caballo. Todos los de la tropa tenían pinta de becarios, no había representantes de la mediana edad, se presumía de tener una media por debajo de los 30.

Me formé la romántica idea de que los periodistas morían jóvenes. Ya fuera por las balas cubriendo conflictos en lugares exóticos. Ya por los infartos, tras pasar años engordando el culo sobre sillas incómodas y sometiendo al cuerpo a dietas mortales de necesidad. Pero no. La explicación era mucho más prosaica. Estaban todos en el limbo de las prejubilaciones, aparcados en una estantería con la excusa de que no se habían adaptado a la vida digital. Y ahora no sabemos qué hacer con ellos, se nos acaba el dinero para pagarles la jubilación y, para colmo de males, no se nos terminan de morir.

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