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La aldea, una unidad de destino en lo local

Una propuesta para la defensa y fomento de la ruralidad

In memoriam de Manolo el de San Esteban, amigo, maestro y genial aldeano universal

Recurro a la similitud con la rancia definición de España -unidad de destino en lo universal- no porque esté de acuerdo con ella -en realidad era una argucia ramplona promovida por un régimen dictatorial para justificar una política basada en la implantación de un uniformismo cultural de nuevo cuño- sino, y por un lado, por lo que tiene de reclamo y provocación para llamar la atención sobre la aldea y, por otro, porque jugando con los contenidos de la definición podemos hacer una propuesta para reformular el papel que podría tener la aldea en la gestión del territorio que le es propio, asunto al que he dedicado desde hace años no pocos artículos en LA NUEVA ESPAÑA.

Si hubiera querido explicar la intención última del artículo con el título debería haber sido más explícito. Algo así como: la aldea, una unidad de destino local en lo universal. Dos de mis escritores favoritos, Leo Tolstoi y Miguel Torga, defienden el universalismo de la aldea. El ruso, lo enuncia como sentencia para los que viven en la aldea, y para los que se acercan a ella, cuando dice "mira bien tu aldea y serás universal". El portugués, cuando, en el prólogo a la edición española de sus "Cuentos de la montaña", afirma que "lo universal es lo local sin paredes".

Lamentablemente España perdió el respeto por la aldea, y con ello la oportunidad de hacernos universales sin necesidad de salir de Montecoya o San Esteban de Cuñaba, a partir de la Guerra Civil. Hasta entonces, y desde la influyente y sinóptica escuela del pensamiento institucionista de Giner de los Ríos, Manuel Bartolomé Cossío, Gumersindo de Azcárate?, la consideración del pequeño microcosmos aldeano como un escenario fractal del mismo universo había sido la práctica habitual en las aproximaciones que desde la ciudad se hacía al campo. Se trataba, en primer lugar, y a través de la educación, de que los habitantes de la aldea tomaran conciencia tanto del potencial de su tierra como de sus posibilidades personales para proyectarse como hombres libres, cultos, honrados, iguales y solidarios. Y, en segundo lugar, que el impulso a los procesos políticos de desarrollo local promovidos desde la metrópoli tuvieran en consideración el conjunto de conocimientos locales, transmitidos oralmente por la historia entre generaciones y escritos sobre la piel de la geografía del país. A ese valioso acervo cultural aldeano, genuino, singular para cada localidad y único le llamaba el sociólogo francés Henri Mendras "l´art de la localité". Los franceses, ya desde los tiempos de Diderot, tienen un respeto casi reverencial por la aldea y legislan casi siempre a su favor. Por eso, y por otras razones, están mejor posicionados que nosotros en la defensa y fomento de la ruralidad.

La tecnocracia franquista puso fin a todo eso. Y lo peor es que la burocracia que se alió con la ciencia universitaria y la técnica administrativa, ya en la democracia del Estado de las comunidades autónomas, siguió por los mismos derroteros. La situación actual de la aldea en España corteja entre el drama y la tragedia. Por una parte, desde la ciudad no hemos tomado todavía conciencia del holocausto aldeano y, por otra, los aldeanos han perdido, o les hemos hecho perder, la conciencia de "clase", sus señas de identidad, sus instituciones de gobierno, sus mecanismos de cohesión social, los conocimientos que los vinculaban a la comunidad y a la tierra y las razones y el gusto por querer seguir viviendo en la aldea o, al menos, estar funcionalmente vinculados a ella. Los ya escasos aldeanos supervivientes se han quedado en tierra de nadie: ni tienen la impronta cultural de sus antepasados, ni pueden aspirar a pertenecer -ni falta que hace- a las élites urbanas.

Si hoy he vuelto a escribir de forma entusiasta sobre la aldea es porque el pasado fin de semana leyendo el ensayo de Lewis Mumford sobre "La ciudad en la historia" (1961) me he vuelto a animar. La aldea fue el primer germen, la unidad elemental, previa al nacimiento de la ciudad. Tiene, por tanto, una larguísima historia y tiene aún más futuro, si somos capaces de mirarla con óptica retroprogresiva, con microscopio y con telescopio, por el parabrisas y por el retrovisor, y hacerlo con una nueva mirada inédita, futurista en lo tecnológico y clásica y revisionista en lo tocante a su organización ecosocial. No en vano la aldea encierra en su concepción muchos de los principios activos que la humanidad necesita para salir de su laberinto. Cuanto más nos dejemos arrastrar por las aceleradas megalópolis, y menos por las aldeas, más cerca estaremos de cargarnos la biosfera y nosotros con ella.

Mumford lo advierte de forma magistral: "Las aldeas están funcionalmente más próximas a su prototipo neolítico que a las muy organizadas metrópolis que han empezado a absorberlas hacia sus órbitas y, cada vez con más rapidez, a minar su antiguo modo de vida. Tan pronto como permitamos que la aldea desaparezca, este antiguo factor de seguridad se desvanecerá. La humanidad todavía tiene que reconocer este peligro y eludirlo".

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