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andres montes

Una de los nuestros

Los errores compartidos de quienes confrontan en la política nacional

Después de entonar "El novio de la muerte" frente al Cristo de Mena, Dolores de Cospedal abrió la convención del PP en Sevilla con una arenga. Llamó a "defender lo nuestro y a los nuestros", a "cerrar filas" y a agitar las "banderas" de los principios. El discurso supuso una doble alegría para Cristina Cifuentes, una de los nuestros: como hija de la milicia -algo que imprime, según ella, el carácter correoso con que afronta estos días hostiles- y como beneficiaria del calor de los compañeros desatado por el discurso fósil de la generala.

La militarización de la ministra de Defensa puede parecer un caso extremo de mimetización con el medio en que se mueve por sus responsabilidades si no respondiera a la sensación de cerco en que se encuentra ahora el PP. La amenaza creciente de Ciudadanos, el soberanismo recalcitrante en su desafío, la falta de apoyo parlamentario y ahora los afanes curriculares de Cifuentes han cerrado al partido del Gobierno sobre sí mismo. Pero nada de lo que ocurre puede considerarse sobrevenido y algunas de las circunstancias que ahora afronta el PP son el resultado de su resistencia a cortar con las sombras de su pasado, a asumir en campo abierto el cambio de coordenadas que impone un nuevo escenario político.

Ese es un pecado compartido con el independentismo, que se resiste a hacerse cargo de la gravedad de los hechos de octubre y se empeña en leer el resultado de las elecciones de diciembre sólo en clave de victoria, cuando únicamente cabe interpretarla así si se aceptan ciertas componendas quebradizas, como reveló la fracasada investidura de Turull. La insuficiencia de las convicciones democráticas del secesionismo, de las que ya hubo pruebas con el arrasamiento de la oposición en el trámite de las leyes de ruptura, quedan de nuevo a la vista en la práctica del nuevo Parlament. Ciudadanos, el partido que obtuvo mejor resultado en los comicios y que tiene el mayor grupo de la Cámara, carece de reconocimiento proporcional a sus méritos electorales. Como mínimo le correspondería la presidencia del órgano de representación política. Pero sobre ese claro déficit democrático se sustenta el estéril juego parlamentario del secesionismo y su insistencia en los candidatos imposibles.

La libertad de Puigdemont reafirma a los soberanistas en que en Cataluña no pasó nada que sea punible. Ese efecto puede reforzarse la semana próxima si un tribunal escocés deniega también la entrega a España de la exconsejera Clara Ponsatí.

La aparente preeminencia del lenguaje sobre la realidad, otra de las supremacías que envuelve la cosmovisión del secesionismo, puede inducir a la confusión de que quienes protagonizaron el intento de quiebra van a salir bien librados. Que miren a Artur Mas y pierdan toda esperanza. Por mucho menos de lo que Puigdemont y los suyos llevaron a cabo, el padre del nuevo independentismo está fuera de la política y carece de toda influencia, sobremanera después de que el ungido por él decidiera volar solo, sin partido ni preceptores. Esa es la mínima condena que pueden esperar los veintiséis procesados por el Tribunal Supremo.

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