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Un inexcusable deber moral

La deuda de quienes han podido acceder a una educación universitaria con quienes no han tenido esa misma oportunidad

Más de treinta años después, aún recuerdo, con emoción, aquel día de julio de 1986 en el que, junto con un compañero de bachillerato, tomé un tren para ir a matricularme a la Universidad de Oviedo. A un joven de hoy, no le resultará fácil comprender lo que suponía, para un chaval como yo, hijo de una familia numerosa de clase trabajadora, poder cursar estudios superiores. Conmigo entraron, por las puertas de aquella Universidad, todos mis ancestros familiares; generaciones de mineros, obreros metalúrgicos y pequeños comerciantes del valle del Caudal, que nunca imaginaron que uno de los suyos pudiera llegar a algo más allá de aquel certificado de escolaridad, que, junto con el certificado de buena conducta expedido por el cura párroco o por la Guardia Civil, era el requisito indispensable para poder bajar a la mina o para entrar a trabajar en "Fábrica de Mieres". Comenzaron, entonces, cinco años de estudio intenso, en los que me desplazaba, a diario, al actual Edificio Histórico de la Universidad de Oviedo (por aquel entonces, todavía sede de la Facultad de Derecho), al mismo tiempo que realizaba algunos "trabajillos" con los que completaba la exigua beca concedida por los gobiernos socialistas de Felipe González que, justo es reconocerlo, permitieron que jóvenes procedentes de familias con escasos recursos pudiéramos tener acceso a una educación superior, hasta entonces reservada a las clases más pudientes.

Así pues, todos aquellos hijos de la clase trabajadora, nacidos a finales de los años 60 y 70 del pasado siglo, crecimos con la idea de que, si uno se esforzaba lo suficiente y se formaba, con la ayuda y el sacrificio de toda su familia, podría ascender en la escala social, optando así a una vida mucho mejor que la de sus padres. Y somos aquellos que hemos podido acceder a una educación universitaria los que tenemos una deuda y una obligación moral con los millones de camareros y camareras, reponedores, peones, limpiadores y limpiadoras y demás operarios de toda índole que no han tenido la misma oportunidad. Deuda moral que nos ha de llevar a denunciar, sin descanso, la actitud de todos los que, desde el poder político, utilizan la Universidad pública como si de su propio cortijo se tratara, otorgándose prebendas, títulos y demás sinecuras, ante la atónita mirada de aquellos que, aun hoy en día, siguen viendo en la educación pública al verdadero "ascensor social", para ellos y para sus hijos.

Y haría bien esa izquierda académica (tan culpable como las mismas clases dirigentes a las que dice combatir de haber vampirizado la Universidad pública en provecho propio) en entender, de una vez por todas, que no es lo mismo visitar a la clase obrera de vez en cuando que haber nacido en ella. Actitud clasista, ésta, que ha contribuido, más que ninguna otra, a la desafección de los trabajadores hacia unos políticos que no los representan y hacia unos sindicatos "de clase" que parecen más interesados en desfilar tras una pancarta pidiendo la libertad para "los presos políticos" en Cataluña que en defender los verdaderos intereses de esa clase social a la que dicen representar; y todo ello, en alegre compaña con esa derecha nacionalista catalana, alumna aventajada a la hora de aplicar los recortes del Estado de Bienestar prescritos desde el poder central.

Debemos, pues, alzar la voz y aunar todos los esfuerzos posibles para lograr que la Universidad pública sea la auténtica cuna de la meritocracia, evitando, así, que se convierta, tal y como señalaron los sociólogos marxistas franceses Pierre Bourdieu y Jean Claude Passeran en su obra "La Reproducción" (1970), en "un mero trámite para las clases medias y altas: la elección de los elegidos".

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