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Profesor de la Universidad de Oviedo

¿Cifuentes somos todos?

La Universidad como supermercado de títulos

Lo diré sin tapujos. En mi opinión, la gestión del caso Cifuentes que han realizado hasta ahora el Partido Popular, la propia interesada y, hasta cierto punto, la Universidad Rey Juan Carlos ha sido bochornosa e impropia de un país occidental y democrático. Una vez más, una supuesta calumnia contra el Partido Popular ha resultado ser un regalo que, como aquel Jaguar que un día apareció mágicamente en casa de una de esas "personas de las que usted me habla", el cargo político en la picota afirma haber aceptado sin ser consciente de su carácter ilegal. En muchos países europeos, la mentira o la inconsciencia le habría costado el cargo a Cristina Cifuentes hace semanas, pero no en España.

Quizá Cifuentes haya dirigido Madrid hasta el 25 de abril sólo porque a su partido le parecía mucho más rentable políticamente obligar a Ciudadanos a apoyar la moción de censura de la izquierda que destituirla. Sin embargo, recuerdo que André Malraux escribió que los pueblos no tienen los gobernantes que se merecen, sino los que se les parecen. Muy a mi pesar, creo que Cifuentes ha logrado permanecer varias semanas en su puesto porque una parte importante de la población habría actuado como ella y sumado la titulación presuntamente ilegal a su currículum sin ningún remordimiento. Y aún con más pesar, asumo que, si ese título nos lo hubieran otorgado a usted o a mí, poco o nada se habría hecho por esclarecer el asunto.

Cualquier sistema educativo debe contar con mecanismos de control para prevenir y, en su caso, corregir errores o irregularidades en las calificaciones. El español no es una excepción y posee estos mecanismos en todos los niveles. Estos mecanismos, sin embargo, sólo suelen activarse ante la sospecha -de hecho, ni siquiera hacen falta a veces indicios probados- de que un error o irregularidad puede haber repercutido negativamente en la calificación del estudiante. A la inversa, es decir, cuando la calificación puede haberse elevado de forma errónea o irregular, es improbable que el sistema actúe. Ni de oficio ni a instancia de parte.

El sistema no actúa en estos casos a instancia de parte porque el alumno sólo puede presentar reclamación sobre sus propias calificaciones, y no he conocido aún - ni supongo que conoceré jamás - alumno, padre o madre que haya solicitado una bajada en las mismas. No importa cuán inmerecida haya sido la calificación, escaso el nivel de conocimientos adquirido o evidente el error administrativo, en un sistema educativo cada vez más mercantilizado, demasiadas personas asocian exclusivamente el pago de una matrícula al derecho inalienable a recibir una calificación positiva o muy positiva a final de curso.

La mercantilización, sumada a los recortes masivos que ha sufrido la educación pública en todos sus niveles, están convirtiendo en gran medida al estudiante actual en una suerte de cliente por el que centros públicos, privados y concertados compiten sabiendo que lo que más importa a ese cliente no es la excelencia, sino las garantías de ese supuesto derecho que acabo de mencionar. Entretanto, los responsables educativos, conscientes de las prioridades de la sociedad y del coste electoral que tendría que ésta tomara verdadera conciencia de la magnitud del destrozo causado por los recortes, azuzan interesadamente el vínculo entre calidad educativa e índice de aprobados.

Centros, programas, profesores y hasta el propio sistema en su conjunto son considerados tanto más eficientes cuantos más aprobados sean capaces de producir cada curso. No es extraño, por tanto, que los múltiples peldaños regulatorios del sistema fomenten sin rubor la maximización del número de aprobados mediante redondeos al alza en tramos de medio punto de algunas pruebas, contenidos mínimos cada vez más raquíticos, rúbricas que obligan a otorgar puntos hasta por comparecer al examen, aprobados por compensación, equiparaciones entre servicio y porcentajes mínimos de aprobados iguales o superiores al 50%, y auditorías de calidad basadas en encuestas de satisfacción que sólo suelen confirmar que las asignaturas de más calidad son aquéllas donde los estudiantes aprueban más y más fácilmente. Por otra parte, el aumento de la masificación derivado de los recortes también ha contribuido a elevar el número de aprobados, pues algunas veces obliga a elaborar pruebas de evaluación más sencillas de lo que el profesor desearía para poder cumplir los plazos legales de corrección y no hacer aún más horas extra no remuneradas de las que ya hace.

Huelga decir que, como no podía ser de otra forma, el sistema está obligado a permitir un cierto número de suspensos, aunque éste sea cada vez más pequeño y existan asignaturas y hasta niveles donde suspender es ya prácticamente imposible. Salvo casos muy específicos de injusticia manifiesta o polvareda mediática, los responsables educativos no suelen intervenir para modificar al alza calificaciones de grupos o asignaturas que se encuentren dentro de los márgenes tolerados. Ahora bien, cuando el índice de suspensos es mayor al tolerado o la presión de padres, madres y/o estudiantes lo suficientemente intensa, el profesor se convierte automáticamente en sospechoso de malas prácticas y se ve obligado a invertir un tiempo y esfuerzo considerables en demostrar la idoneidad de sus contenidos, objetivos e instrumentos de evaluación. Nada de esto ocurre, sin embargo, cuando el índice de aprobados del profesor es anormalmente alto, pues el sistema no contempla siquiera la posibilidad de que eso pueda ser anormal.

Mientras docentes con porcentajes de suspensos del 50% o menos son objeto inmediato de sospecha, otros, independientemente de la dificultad objetiva de las asignaturas o el perfil de los grupos que imparten, convocatoria tras convocatoria, año tras año, otorgan al 100% de sus estudiantes calificaciones mínimas de notable, cuando no directamente de sobresaliente. Lejos de sospechar de estos docentes, el sistema, con el aplauso entusiasta de padres, madres y estudiantes, los considera modelo de excelencia y los pone de ejemplo para el resto. Y lo hace porque, no lo olvidemos, lo único que muchos españoles lamentan del caso Cifuentes es que, si realmente ha habido algo irregular, no les haya beneficiado también a ellos.

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