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LNE FRANCISO GARCIA

Billete de vuelta

Francisco García

Árbitros

La de arbitrar es la labor más ingrata del mundo del deporte, un trabajo necesario al que rodea con frecuencia la incomprensión. Alguien al que invisten de justiciero y yerra en la aplicación del reglamento se convierte de inmediato en un proscrito, sin reconocer que por algo los clásicos esculpían a la Justicia -con mayúsculas- emboscados los ojos bajo una venda. Si la Justicia es ciega, la miopía arbitral debería ser tratada con conmiseración: no hay juez infalible, ni en primera instancia ni en segunda división.

Esos colegiados noveles que cada fin de semana arbitran, por un puñado de euros, partidos de categorías inferiores deberían ser tratados con mayor respeto y consideración. Mirados con recelo por los contendientes, permanentemente en el punto de mira de la grada, desde donde se los insulta y se les increpa, esos niños que arbitran a niños son agentes indispensables para el desarrollo de los campeonatos deportivos: sin especialistas en la aplicación del reglamento no hay competición.

Mi admirado Galeano, que escribió alguna de las páginas más brillantes sobre el fútbol y sus carreteras secundarias, decía que el árbitro es un tipo arbitrario cuyo trabajo consiste en hacerse odiar. Es cierto que hay trencillas que trenzan actuaciones lamentables -sin ir más lejos la del último derbi, Hernández Hernández, Hernández al cuadrado, que se equivocó al cubo, más fallón que los fichajes de Nico Rodríguez-, pero no se puede cuestionar permanentemente a unos tipos de negro por mucho que se empeñen en mostrar, vanidosos, un par de veces o más en cada partido sus tarjetas de visita. De alguna forma el árbitro se antoja un personaje de tragedia griega: es quien sopla los vientos de la fatalidad.

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