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Soserías

Comidas "in itinere"

La degradación social en la alimentación

El gusto por la comida marca la distinción de un pueblo. A los desaliñados se les reconoce pronto por su propensión a comer vulgaridades de la misma manera que se identifica a los selectos por su gusto en figones y mercados.

He llegado a la conclusión, después de mis muchos movimientos viajeros, que el número de personas que van comiendo por las calles de forma distraída una manzana o un trozo de pizza nos permite calibrar el grado de estupidez de esa sociedad. En Nueva York he visto hace pocas semanas tipos que incluso manejaban tenedor y cuchillo cruzando un semáforo. Un prodigio de habilidad y de dislate que configura lo que podemos llamar la comida "in itinere", la forma más abominable de alimentarse que alguien puede concebir.

Esta degradación social no tiene nada que ver con el hecho de que quienes así se alimentan son pobres currantes imposibilitados de dar al momento de la comida el sosiego y el esplendor que merece. Porque trabajadores que se han visto obligados a comer "in situ" los ha habido, por ejemplo en España, desde la noche de los tiempos. ¿Cómo, si no, se han engendrado esas maravillas que conocemos como gachas, como migas o, supremo hallazgo, el gazpacho manchego? El pastor solía llevar una escopeta y cazaba sobre la marcha un conejo o una perdiz y entonces ya se producía la cumbre del honor gastronómico. Hoy es preciso andarse con cuidado pues con un poco de mala suerte se encuentra uno con un ecologista que le confisca el arma y le hace rezar unas cuantas jaculatorias de su credo insulso.

Pues ¿y qué me dice usted, lector que se está chupando los dedos, del marmitako preparado por unos pescadores vascos o cántabros? Con marmita, un hornillo, unas patatas y el delicioso atún, a veces simplemente las agallas y las colas, se hacían un guiso que se halla entre las invenciones más memorables y más finas de la humanidad, aquellas que encumbran y dan lustre a todo un tramo de la Historia. ¿Sorprende que haya pasado a integrarse en las ofertas delicadas de los restaurantes adornados de tarjetas VISA, tenedores y elegancias?

En los largos trayectos del tren entre León y Bilbao se gestó, además de mucho cansancio y un hollín que se colaba hasta en los sobacos, nada menos que la olla ferroviaria, un festival que no exigía sino patatas, carne, pimiento, cebollas y un poco de ajo. De ahí, del trasiego del transporte del carbón, pasó a las mesas selectas y a las conversaciones de los gastrónomos aquilatados. Y en ellas ha quedado también como supremo homenaje a la imaginación y al buen gusto.

A ninguno de estos menestrales se les ocurrió nunca echar mano de una pizza porque una cosa es la humildad del oficio que se ejerce y otra la incuria con los alimentos. Es encomiable advertir cómo el trabajador rudo ha estado siempre vigilante ante los atropellos y no ha habido reivindicación sindical que haya podido con esta disposición de ánimo.

Pero hay, ay, signos en la actualidad que deben alertarnos sobre el declive que se nos avecina. Visitar un espacio comercial de extraordinarias dimensiones en los alrededores de Madrid me ha producido un desasosiego de tal intensidad que solo a base de bocadillos de sobrasada mallorquina de cerdo negro estoy combatiendo. La afrenta consiste en que toda una planta de incontables metros cuadrados alberga más de una docena de restaurantes sin que pudiera encontrarse entre ellos ninguno español o de comida española. Aquí un burger, allí un dunkin o un sushi, acullá un take away y, suprema extravagancia, uno que lleva el nombre de Hollywood donde se sirven delicadas creaciones estadounidenses... ¿Un bar de tapas vascas o una arrocería mediterránea? Quiá ... Y las gentes tan felices y tan identificadas con aquel atropello ... Definitivamente el daño de la LOGSE ha labrado surcos con lodos inmundos y retorcidos.

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