Que innumerables globos aerostáticos surquen este fin de semana el cielo de Gijón -que es bóveda grisácea en este mes de emociones y conmociones políticas y meteorológicas- puede dar pie a que alguien piense que el ego de esta ciudad esté por las nubes. Nada más lejos de la realidad: la parsimonia de la villa conduce más bien a la luna de Valencia, al sueño de los justos, a la paz de los cementerios.
Será porque la primavera no acaba de instalarse en las terrazas y en las ropas y no se detectan, por tanto, alteraciones sanguíneas en el flujo diario de Gijón; el caso es que la ciudad mantiene el letargo invernal. Y a los que mandan les cuesta salir de la cueva.
En Gijón, y en política, no existe el término medio, la virtud teologal o la equidistancia: o todos calvos o todos cubriendo con peluquín la rala sesera. Pasaremos, sin solución de continuidad, de no dar la alerta por restos fecales en la playa en tiempo y forma a anunciar la bandera roja en cuanto que aparezca una mancha sobre el agua, antes incluso de tomar las muestras. Tal que San Lorenzo puede parecer este verano el arenal de Amity Island, con desbandada de bañistas al pitido de los guardacostas a la primera costra de color chocolate, como si se atisbara la aleta sinuosa de un tiburón blanco. O sea, que nos ponemos la venda antes de la pedrada.
En esta reciente polémica por los restos fecales en la playa, el concejal del ramo ha hecho el papel del alcalde de la película "Tiburón", que prefería obviar el peligro a espantar a los turistas, aunque llegara el escualo y se comiera a los bañistas con patatas.
El caso es que habitamos la ciudad bañada por el mar de la tranquilidad. Como escribió Juan Ramón, cuyo mayor logro literario fue convertir en unicornio a un triste pollino: "¡Qué quietas están las cosas! Y qué bien se está con ellas". Pues eso: viva el inmovilismo, triunfe la inacción.
