La Nueva España

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Millas

El trasluz

Juan José Millás

La tribu

"Cuando mueran tus padres, ya verás lo sola que te quedas y cómo deberás disimularlo para no asustar a tus hijos".

Parece el comienzo de un poema, pero es una frase que acabo de escuchar en la cafetería, pronunciada por una mujer que conversa con una compañera de oficina. Son las ocho de la mañana, y todos estamos desayunando, ellas antes de entrar a su trabajo; yo, mientras leo el periódico que acabo de comprar en el quiosco de la esquina (en mi esquina, aunque parezca un milagro, todavía se eleva un quiosco). Precisamente, en el momento de escuchar lo que parecen los primeros versos de un poema, tropiezo con este titular: "Hallado el cadáver momificado de una anciana que llevaba cuatro años muerta". La noticia, que comienza a ser recurrente, le obliga a preguntarse a uno por la insensibilidad de los miembros de la tribu. Los vecinos, por ejemplo. ¿Cómo es posible que no sintieran curiosidad alguna por su ausencia? Pensaban que se había marchado, dijeron a los informadores. ¿Y eso? Porque las puertas y las ventanas se encontraban cerradas, añadieron. Tal vez la anciana había convertido su vivienda en un mausoleo. Quizá intuía que moriría sola, entre aquellas cuatro paredes, como César Vallejo vislumbró que moriría en París, con aguacero. Según los expertos, la momificación se produjo gracias a la falta de humedad provocada por el cierre hermético de puertas y ventanas.

Las dos mujeres que cerca de mí, en la barra de la cafetería, hablan sobre la muerte de los progenitores, apuran el café mientras la más mayor repite a la más joven que no se conoce la verdadera soledad hasta que fallecen los padres. "Se trata de un grado de aislamiento incomunicable", concluye. Me siento emparedado entre la conversación y la noticia del periódico. Emparedado y solo. Recuerdo, en efecto, lo que sentí cuando perdí a mis padres, uno detrás de otro, como suele ser habitual, y el modo en que oculté a mis hijos, para que no se asustaran, aquella conciencia de orfandad. Finalmente doblo el periódico, que no he terminado de leer, y lo abandono con disimulo en la barra de la cafetería, para no llevarme a casa el desamparo de la momia polvorienta.

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