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andres montes

Maneras de marcharse

La oportunidad perdida del expresidente

Hay una precipitación de cambios rápidos en el poder y en algunos teóricos contrapoderes. La moción de censura tiene sobre el statu quo nacional el efecto de una presa rota.

Rajoy pudo haberse ido de otra manera, porque siempre es preferible salir por el propio pie que aguantar hasta que lo echan a uno, norma básica para regirse tanto en los bares como en los despachos. Pudo dar un paso atrás en 2016 después de decirle "no" al Rey, aquello sí fue una quiebra de los mecanismos institucionales. Una oferta de renuncia entonces a cambio de que los socialistas abrieran camino a un Gobierno del PP hubiera resultado tan desestabilizador para el PSOE como lo fue adentrarse en el callejón sin salida del "no es no", pero menos dramático. Aquel movimiento habría dejado en la oposición el regusto agridulce de cobrarse una pieza mayor en la cabeza del líder popular pero garantizaría que hoy, quizá, su partido conservara el poder. Y habría evitado abrir su sucesión en un momento tan poco propicio como el de ahora, cuando la tradicional vena cainita de la derecha se agrava con el problema de repartir estrecheces.

La historia de estos años sería otra con un Rajoy consecuente hasta el final con su decisión de rehusar a formar Gobierno, pero todo esto queda reducido a un juego contra los hechos, una escapatoria imposible ante lo irremediable.

Una perspectiva más amplia de lo sucedido en los últimos meses socava el mito del domesticador del tiempo, una revisión de capacidades que siempre se endurece al difuminarse la pátina de inteligencia que recubre a todo aquel que ostenta un poder, sea cual sea.

En su despedida, Mariano Rajoy demuestra que sigue sin entender nada de lo que le ocurre en su momento terminal, algo no achacable sólo al impacto de la sorpresa y al vértigo de los acontecimientos. El caído todavía no comprendió que, pese a tener 52 diputados más que el núcleo principal que respalda a Sánchez, se movía en la misma precariedad a la que ahora se enfrenta el nuevo presidente. Lo ocurrido el 1 de junio en el Congreso, su derribo político, constituye una prueba irrefutable de la falsa solidez sobre la que se elevaba.

Como alivio, con el posar de los días, a Rajoy le queda ahora una existencia a la medida de lo que siempre pareció querer mientras era presidente: la primacía de la vida sobre otras vanidades y ambiciones ya exploradas.

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