Luis García San Miguel, hijo adoptivo de Llanes y catedrático de Filosofía del Derecho, dejó aflorar muy tarde al poeta que llevaba dentro. Ya sexagenario, el cuerpo le pidió hacer poesía a su modo -como «una ventana abierta a la esperanza», escribió- y saldó sobre unas cuartillas las deudas contraídas con sus querencias más minimalistas y arraigadas. A la postre, lo importante para él resultó ser la localidad de Vidiago, que en su perspectiva de intelectual de vuelta de todo adquiría el aire del Königsberg de Kant.

Había escrito libros de altura estratosférica -como «Notas para una crítica de la razón jurídica», «La sociedad autogestionada: una utopía democrática» y «Teoría de la transición»-. Pero es en sus «Poemas tardíos» (1996) donde homenajea testamentariamente a la ruralidad de Vidiago, a paisanos como Pepe «el Tranquilo», a la gloria y a la memoria del mundo caducado de sus veraneos de juventud. En ellos habla de otros, mas en el fondo nos habla de sí mismo:

«Ya no esperaba nada o, mejor dicho, solamente esperaba la muerte», dice en el poema «Fuego», dedicado a su padre.

Luis, profesor emérito y amigo del alma, falleció hace apenas quince días y todavía no atina uno a tantear lo mucho que hemos perdido con su muerte. Tenía 77 años.

«Empiezan las rosadas, son más cortos los días.

»En el alma se asienta la melancolía».

No es sólo porque nos trajo los cursos de verano de la Universidad de Alcalá (un irrepetible carrusel de protagonistas de la transición, de redactores de la Constitución, de primeros espadas del ruedo ibérico), sino porque su presencia era parte esencial del paisaje estival de Llanes. Aquí va a haber, sin duda, un antes y un después de Luis García San Miguel.

«Compañeros del alma, compañeros, no seré yo quien os reproche nada».

Presumía de su apego a la Sacramental de Vidiago y nosotros presumíamos de poder disfrutar de sus pulsos dialécticos con Amelia Valcárcel sobre filosofía en la Casa de Cultura de Llanes y de las «entreparlas» animadas por él en la cafetería Madison y en el hotel Miraolas, dos de los últimos edenes para una buena tertulia que quedan en la villa de Ángel de la Moría.

«El supremo grado de la sabiduría

lo alcanza quien, al caer la tarde,

se va a tomar asiento junto a algún árbol viejo y, sosegadamente, oye pasar el tiempo».

Le han escrito ahora en la prensa bellos panegíricos con mucho almíbar, pero el enfoque más preciso y atinado lo ha puesto Ignacio Sotelo: «Sabiduría» -escribió este catedrático de Ciencia Política en la Universidad Libre de Berlín y columnista de «El País»- «no se refiere a simple acumulación de saber, que en Luis era mucho y muy diverso, sino a aquello que lo unifica y le da sentido, esa perspectiva ganada a la vida, que mezcla en la medida justa escepticismo con humor y tolerancia. Es un don que proviene de la confluencia de la inteligencia con la bondad, algo que ocurre raramente».

Las cenizas del profesor García San Miguel reposan ya en la eternidad de Vidiago, como él quería, entre la última lección de Filosofía del Derecho y el olor a hierba de unos poemas tardíos que él consideró intrascendentes. Entre Kant y Pepe «el Tranquilo».