Medio siglo de la historia de Llanes le pertenece a Pepín. Debería de constar en algún acta que este hombre tan amable, tan paciente, tan valiente y tan sacrificado, es, sobre todo, un poeta (el único chigrero poeta, o el último poeta chigrero, que ha dado Llanes). La transversalidad de lo poético, que empapa sus días y sus noches, siempre se ha dejado sentir en su condición de tabernero. Poco antes de poner término a su vida laboral, nos contaba Pepín con orgullo que Celso Amieva había frecuentado La Gloria en los años ochenta, al regresar de Moscú, y que varias veces se alojó en el piso que tiene él en la avenida de la Paz. Es más: cuando Celso tenía diecinueve años y era maestro en Villanueva, solía recalar en el establecimiento de comidas de los padres de Pepín, Ángel y Margarita (quienes posteriormente, en 1953, tomarían en traspaso La Gloria, bar regentado hasta entonces por Juana Obeso.

Por fin, el chigrero se despojó del mandil y puso el cartel de despedida a su vida profesional: «A partir del 1 de julio, cerrado por vacaciones». Un elegante y sobrio eufemismo para decir que hasta aquí hemos llegado. A los serviciales ciudadanos como él -especie extinta, fuera del tiempo y del espacio, emparentada con el reumatismo, los juanetes y los pies planos y mortificados- les cuesta un riñón jubilarse. Han labrado su currículo -toda una vida, cincuenta y seis años en su caso- parapetados en la barra de un bar, que es algo muy parecido a la trinchera de un campo de batalla, pero tienen cuerda para rato.

No cabe más elocuencia para definir la jubilación que poner un cartel como ése. José Sánchez Inclán (Boquerizo, Ribadedeva, 1938), «Pepín el de La Gloria», lo colocó en la puerta de su establecimiento silenciosamente, en medio del tumulto veraniego y futbolero, mientras se desgañitaban al unísono las dos Españas, con idéntica fe, ante los televisores que retransmitían el campeonato mundial del fútbol, y en tanto transcurría a su vera, camino de Santiago de Compostela, una riada interminable de peregrinos probablemente sin perras y sin fe.

Un poeta pasa página y un bar histórico desaparece. La decisión del buen Pepín de plegar velas nos entristece y nos alegra al mismo tiempo. Igual que el folio que pegó tras la puerta de su bar, el ilustre hijo de Boquerizo no necesita demasiada prosa para explicarse. Siempre ha andado quitándose importancia. «Fui a la escuela solu dos meses, de noche, y con un maestru borrachu», bromeaba alguna vez, evocando la frase de un viejo cliente, maquinista de Feve. Pero, en realidad, esta lección de modestia nada tenía que ver con su época escolar, en la que Pepín supo siempre alimentarse de los buenos magisterios que le tocaron en suerte.

Alguno de aquellos maestros le descubriría a Gabriel y Galán, y esto fue determinante para él. Las rimas sencillas que aprendió nunca se le olvidaron y fueron como un manual para navegar por las procelosas aguas de la hostelería. Le valieron de mucho: cuando en el chigre se encabritaban los clientes a causa de la política o del fútbol, Pepín se ponía a recitar alguna cosa de Gabriel y Galán y, mano de santo, el gallinero se apaciguaba al instante. «Échanos todas las po-poesías que quieras, Pe-Pepín, pero antes pon-ponnos otra ronda, que la flo-flota opera», clamaba entonces Juan Junco, «Chaparru», el aguerrido jefe del servicio municipal de recogida de basuras, que estaba a otra cosa. Y todos los presentes -barcos, grumetes y náufragos llegados al puerto de La Gloria- asentíamos a coro, rendidos a la lírica.