Caminito de Belén marcha un nutrido grupo de buena gente, en medio de un paisaje pastoril. En la lontananza, reses tudancas, ovejas, rebecos, cigüeñas, ardillas, conejos, gochinos y hasta lechuzas. Junto a una casa de estilo montañés, una paisanina echa maíz a las pitas, un campesino descarga cuchu de una carretilla y dos lavanderas se afanan en el tajo, casi sin tiempo para dar palique a una joven embarazada que tiende la colada cerca de ellas.

-El cura que ves ahí, con su sotana y su breviario, era don José Calderón, el párroco de Reinosa, que ya murió, el hombre. Le llamaban «el Duende de Campoo» porque escribía con ese seudónimo cosucas costumbristas en el periódico local -explica Pablo González.

-Fue el que nos casó a nosotros? ¡Un bendito! -apostilla una venerable dama.

En este belén campurriano que ha traído a Llanes el escultor Pablo González (Matamorosa, Cantabria, 1933) se extiende un mundo tallado en madera de arce en el que cobran vida personajes populares de su tierra. Aunque todo en él es extraordinario -caras vivas y expresivas-, lo de los Reyes Magos es punto y aparte: el primero es el abuelo paterno del autor, maestro de escuela y cazador, que porta majestuosamente piezas de caza a lomos de un burro; el segundo se presenta desdoblado en las figuras de los padres del artista, Jesús y Elena, gente labradora, que lleva sobre un mulo productos del campo, y el tercero es el hermano mayor de Pablo, rodeado de sus otros cuatro hermanos, que le están entregando su único juguete -una peonza- para que se la lleve al recién nacido. Cada uno de los conjuntos, perfecto en las proporciones y en la naturalidad de gestos y de poses, está sacado de un tronco de arce.

Vemos en una esquina al pintor Casimiro Sainz, que da los últimos toques a un óleo, antes de sumarse a la comitiva. Detrás de él tiene al escritor Ramón Sánchez Díaz, quien observa con atención las evoluciones del pincel y que también va a emprender el camino hacia el portal. Les llevan considerable ventaja María, «la Verdulera», con su cesto repleto de huevos (una gallina incluida), el beato Jacinto Hoyuelos González, asesinado en la guerra, y el también escritor Demetrio Duque y Merino, que desde crío usa muletas y va con todo lo que puede. Un poco más atrás, Fito, que está hecho un chaval, ayuda a mantener la vertical a un colega que se ata el zapato derecho acrobáticamente, mientras un perro fiel, expresión de la santa virtud de la paciencia, aguarda a sus pies. «Con estos, calma y tila», parece pensar el can. Y ojito a los que asoman a su vera: un par de romeros con boina que ha empezado a calentar motores. Vienen de repostar en un chigre y yo creo que están canturreando aquella canción cántabra que solían cantar Enrique Blanco y Paco Maya en la Puerta del Sol: «El que tien molinu propiu / y en otru molinu muele / no es porque le falte el agua / ¡es la afición que tiene!».

Aunque lleva 50 años tallando, Pablo, que se ha autorretratado en una de las dos esculturas que abren paso al belén, no está aún en las enciclopedias, pero se le puede encontrar a todas horas trabajando en su taller. Intérprete de un costumbrismo esencial y detallista circunscrito al Alto Campoo, hace arte del bueno y aporta en su obra un valor etnográfico añadido: el trabajo de los campesinos, las tradiciones, la indumentaria, la fauna y la arquitectura rural. Es un espíritu humilde, heredero de los imagineros del siglo XVII (la única diferencia con ellos es que él no da policromía a sus tallas). Setenta figuras componen el singular nacimiento campurriano, reflejo de una limpia cosmovisión de la existencia y de los sentimientos.