Al pasar junto a la que fue su tienda, en el número 5 de la calle Mayor de Llanes, ni un solo día dejamos de acordarnos de Pilar Pérez Bernot (1924-2008). Tres años después del fallecimiento de aquella inolvidable mujer, su comercio de comestibles y ultramarinos La Pilarica permanece cerrado, suspendido en el tiempo y con la persiana echada (la misma cortina de arpillera que bajaba ella a media asta para proteger de los rayos solares los productos más delicados). El humilde escaparate -de 60 por 135 centímetros- sigue llamando la atención de los viandantes y cabe verlo ahora a la manera de un alegato de nostalgia. De mucha nostalgia.

Esa arteria urbana de origen medieval reunía todo lo necesario para vivir una vida de modestia y dignidad: desde mercerías en las que se cogían puntos para las medias, hasta bares sin televisión y comercios donde se fiaba. En medio de todo aquello, la tiendina de Pilar era la más pequeña y también la más atrayente. Estuvo abierta cuarenta y dos años (de 1948 a 1989): regentada primero por ella y su marido, y luego atendida en estricta soledad, cuando quedó viuda en 1956. Pilar siempre fue una persona resignada y de buen carácter. Sola en la precariedad. A solas en la lucha por sacar adelante a sus dos hijos. Sola y valiente para sobreponerse a todo lo que hiciera falta, incluidas las barreras del idioma (como aquella vez que se presentó en la tienda un francés pidiendo algo aparentemente indescifrable; el hombre, clon del gesticulante Louis de Funès, llevaba allí plantado un cuarto de hora y no había forma de saber lo que quería. De repente, y como último recurso expresivo, el hombre encogió los brazos, estiró el pescuezo y empezó a aletear entonando un sonoro «¡quiquiriquí!». No hizo falta más. La incomunicación quedaba al fin resuelta: «¡Ya sé lo que quiere usted!», dijo Pilarina, que abrió la nevera y le mostró una cestuca con huevos, ante lo cual el turista la aplaudió y todo).

Era una tienda larga y estrecha, con ristras de chorizos y jamones de Potes colgados del cielo raso como estalactitas. Siempre hacía frío allí. ¿Qué habrá sido de las cosas que atesoraba su interior? Por ejemplo, la maquinina manual de cortar chorizo. ¿Dónde habrá ido a parar? Había que darle muchas vueltas a la manivela para ganar una perra en aquellos largos estíos, en los que quince campings representaban aquí la salvación del pequeño comercio.

La especialidad de La Pilarica era el jamón serrano. Ver a Pilar cortar las lonchas con un cuchillo de medio metro que metía miedo, afilado a más no poder, era un cuadro de sobrecogedora intensidad (algo semejante a la expectación que despierta la actuación de un trapecista sin red). No disponía de ese artilugio de sujeción -el jamonero- que facilita la labor del cortador. Agarraba la pata del jamón con la mano izquierda y manejaba la herramienta con la derecha, con un pulso y una precisión admirables.

Espectador de todo aquello fue José Antonio Sáez Sotres. Viajante entonces y hoy reputado dibujante, la niñez de José Antonio había transcurrido en La Portilla, en vecindad con el pintor José Purón Sotres, y puede que la vocación artística naciera en él en los momentos en los que solía ayudar al maestro sosteniéndole los pollos que le servían como modelo. Acostumbra José Antonio a llevar en los bolsillos cuadernos y lápices para dibujar la fisonomía de la gente más popular. Ahora, al cumplirse el aniversario de la muerte de Pilar ha hecho de ella un carboncillo en el que está magistralmente reflejado el bello rostro de juventud de la retratada. Se suma así a los otros artistas que habían retratado en los últimos tiempos a la gran dama del comercio llanisco: Nieves Salas, en 2008, y Ramón Alzola en 2010.