Algunas de las disparatadas actuaciones de Cultura en los últimos tiempos no son ajenas a la debacle electoral del Gobierno de Areces, y en esa Consejería -y no sólo en las implicadas judicialmente por corrupción- también es urgente que se levanten las alfombras, se fumigue a fondo y se empiece a trabajar con algún tipo de plan cultural ordenado y coherente. Lo de la última legislatura es de locos; me refiero, por ejemplo, a la tropelía hacia Pepe el Ferreiro, destituido arbitrariamente de la dirección del Museo Etnográfico de Grandas de Salime, que él mismo inventó, construyó, llenó y dirigió, con la excusa de que los métodos de gestión de Naveiras no eran modernos. Bueno, ¿y qué? ¿Eso justifica el despotismo? ¿Acaso los métodos de esta Consejería son ejemplares? ¿Ahora es mejor este museo o ha perdido su principal seña de identidad?

Lo paradójico del caso es que el nuevo director de ese museo está implicado en uno de los mayores despropósitos de esta misma Consejería, pues había sido corresponsable de la excavación arqueológica de la Campa Torres, cuyos hallazgos habían sido mal clasificados y ocultados en pésimas condiciones de conservación en un zulo hasta que fueron descubiertos por otro arqueólogo, Ángel Villa, en una eficaz labor de investigación encargada por el comité científico del propio Museo de la Campa Torres. La reacción de la titular de Cultura, para pasmo de la sociedad científica y del pueblo asturiano, fue la de denunciar y perseguir a Villa en lugar de pedir cuentas a los culpables, uno de ellos -José Luis Maya- ya fallecido y el otro -Francisco Cuesta- premiado con la dirección del museo grandaliego. Aunque digan que el delito contra el patrimonio cultural ya ha prescrito, aún falta por poner cosas y personas en su sitio, empezando por los máximos responsables de Cultura y del Gobierno del Principado, cuya actuación en el asunto ha sido indigna, esperpéntica y de una inmoralidad atroz. La apoteosis del caciquismo provinciano.

Podríamos mencionar algunas otras actuaciones «gloriosas» de esta Consejería, como la destrucción de la celda de Feijoo en el Museo Arqueológico o el intento de nombrar para este museo a un director afín al arecismo pero sin formación arqueológica, un hecho denunciado por los sindicatos y anulado después por un Juzgado. En el paquete de despropósitos podemos incluir el del Museo de Tito Bustillo, rebajado a decepcionante aula didáctica, el de la restauración (o destrucción) de la iglesia de Abamia, el «no plan» del Prerrománico, la ruina de los monasterios de San Antolín, Obona o Cornellana, el disparate económico y organizativo de la Laboral de Gijón (¿con Cascos nos vamos a enterar de los entresijos?), el agujero negro de las publicaciones que casi nadie lee o la evaporación de cacareado plan «Paraíso Rupestre» para el Oriente, sustituido por la empresa Recrea en la gestión de la instalación riosellana. Ah, y no me olvido de la peculiar gestión del Museo Jurásico de Colunga, pues una vez levantado el edificio e instalado el negocio, se le entregó la explotación a esa misma empresa y se concentró allí toda la actividad, abandonando por completo al resto de concejos que tienen patrimonio jurásico, en los que no se ha vuelto a ver inversión alguna en cuanto a rutas guiadas por las huellas, edición de folletos, señalización, apertura de sendas, publicaciones turísticas, descentralización de actividades ni nada de nada.

Dejo para el final el bocado dulce, después de tantas amarguras. El Juzgado de Cangas de Onís ha absuelto a Alfonso Millara, el director de la cueva de Tito Bustillo, y deja una vez más en evidencia a las autoridades de Cultura y al Gobierno de Areces, que le habían destituido de su cargo de una manera abusiva, injusta, arbitraria y bochornosa, suspendiéndole incluso de empleo y sueldo. Era evidente que lo hacían sin fundamento y que la motivación real era la de castigarle por defender a la cueva mucho más que las propias autoridades políticas, que hasta la fecha aún no han tomado ni una sola medida para proteger el ecosistema del macizo de Ardines, a lo que yo añado otra razón: la de intentar desviar la atención pública del maloliente asunto de la Campa Torres, entonces en plena ebullición. La acusación contra Millara no se sostenía en pie, pues su sistema de gestión de entradas era exactamente igual que el del resto de cuevas y, obviamente, era el que había establecido la propia Consejería años atrás. La justicia, aunque lenta -tanto que ha afectado seriamente la estabilidad emocional del bueno de Alfonso- ha actuado y ha empezado a poner las cosas en su sitio, colocando a quienes abusaron del poder en el sitio de los villanos (aunque ellos no pagarán por ello, pues lo hará el Principado con dinero público) y a la víctima inocente en el del honor. Llegó la hora de reponer a Millara en su puesto y de darle satisfacción por las ofensas infligidas, algo que no podrá hacerle olvidar todo el sufrimiento de estos dos años, pero sí servirá para su restitución moral y profesional, vejadas sin contemplaciones por el despotismo gubernamental. Y también servirá para que la opinión pública haya podido conocer a unos dirigentes que no merecen ser recordados. Menos mal que ya están con un pie fuera del estribo, pues difícilmente soportaría el patrimonio cultural asturiano otros cuatro años con estas directrices. Qué incompetencia. Y qué mala leche.