El día que nació Carmen, su padre, Pedro Pérez Villa («el Sordu»), andaba a otra cosa. El alumbramiento se había producido durante la noche. Cuando el progenitor regresaba a su casa del Barriu, después de pescar por los andurriales de Cue, ya había amanecido, y en el camino se cruzó con un vecino que estaba al tanto de la buena noticia. «Ya me enteré de que Aurora dio a luz. ¡Enhorabuena! ¿Qué fue esta vez: críu o cría?», le preguntó el parroquiano. Y Pedro, ajeno todavía al asunto, y presuponiendo que se le estaba interrogando sobre lo de siempre, que qué tal se había dado la pesca, respondió con rigurosa precisión: «Nada que preste: una mierdina, un pulpín de nada que en cuantu llegue a casa lu tiro al Riveru por la ventana».

Noventa y dos años después de aquel día, Carmen Pérez Bernot, la séptima de los nueve hijos de Pedro Pérez Villa y de Aurora Bernot, y la única que quedaba, ha fallecido en Cevico de la Torre, el pueblo de la provincia de Palencia donde vivía. Se había hecho esencialmente castellana sin dejar de ser abnegadamente asturiana. Había nacido en el Barriu, una topografía en la que se concentraban las esencias del Llanes marinero: el faro, la Tijerina, la capilla de San Antón, Puertuchicu y las fábricas de conservas de pescado, además de la casa del conde de la Bedoyère y la casa-cuartel de la Benemérita. En medio de todo eso sobresalía la sutil jerarquía de Angelita «la Partera», hada enlutada que ayudó a parir a muchas madres y que siempre recibía a las criaturas con la misma canción: «¡Que soy de la Guía, de la Guía soy!», mientras agarraba el naciatu por los pies después de cortar el cordón umbilical.

Observadora de las bondades y de las maldades de Llanes, Carmen vio construir los muelles de la Ría, la Compuerta, la Rula y la Barra, mientras iban, ella y sus tres hermanas (María, Lola y Pilar), al lavadero, cargadas con la colada sobre la corona del rueñu. Era alta y delgada, como la de la canción, y su hermano Víctor sabía sacar punta a eso: la llamaba «Palu de Poo», lo que le hacía a ella subirse por las paredes. Conservaba una memoria de campeonato y su testimonio nos ayudó a reconstruir partes de nuestra pequeña historia. Tenía bien grabados algunos jirones episódicos de lo que le trajo aquella guerra, cuando acababa de cumplir los 16 años, como la despedida apresurada de su hermano Juan, confitero de La Auseva, que marchó a enrolarse como voluntario en las filas de «El Coritu» y nunca más volvió («si te pregunta madre por mí, dile que fui a dar un calumbu a Toró», le había dicho); o como el impacto de aquel obús inútil, cobarde y criminal, que a alguien de entre las tropas republicanas en retirada se le ocurrió lanzar un día de septiembre de 1937 desde Posada, y que pudo haber causado una muy gorda, aunque al final todo quedó en un buen susto y un boquete en la pared de la cocina de Pedro «el Sordu»? Al año siguiente, un campesino palentino llamado Mariano Rodríguez, soldado de las tropas nacionales, la cortejó, entre guardia y guardia, en la garita del campo de aviación de Cue, y se casarían aquí, en la sacristía de la iglesia, que era la trastienda destinada entonces a esos efectos para la gente de su clase social.

La historia de amor de la pareja duró 60 años. Mariano, miembro de la numerosa dinastía de los «Buscavidas» (el padre, hombre de confianza del conde de Vallellano, fue alcalde de la localidad largo tiempo y artífice de la traída de aguas y de la instalación de la luz eléctrica), era el encargado de «echar» las películas en el cine del pueblo, propiedad de su familia, mientras Carmen asistía a la función semanal con el embeleso de una colegiala. Fueron felices en su rutina, comieron perdices, recorrieron la vida a bordo de un seiscientos -«el Blanquillo», lo llamaba él- y transitaron siempre por un mapa de sueños sencillos y posibles.