El 12 de octubre de 1840 la regente María Cristina, desbordada por los desórdenes revolucionarios, renunció al trono. La regencia provisional quedaba en manos del autoritario Baldomero Espartero y las nuevas Cortes se abrieron en marzo de 1841 con amplia mayoría en el Congreso del Partido Progresista, en el que que militaba Argüelles. Éste, que había sido elegido diputado por Madrid, fue elegido presidente de la cámara. Argüelles, que iba a cumplir 64 años, se mostró abrumado: «Mi reconocimiento y mi gratitud es superior a todo lo que yo podría decir. Así, abandonaré esta idea, porque sería imposible que yo la expresase debidamente. [...] Yo no puedo comprender, señores, como entre tantos diputados que a tantas épocas pertenecen gloriosas e ilustres en esta nación, no haya acertado el Congreso a escoger mejor. [...] No veo en el Congreso más que mi persona que pertenezca a una época de celebridad, y tal vez es esta la única razon que el Congreso tiene para distinguirme. Por esto digo que me resigno, porque de otra manera mis años, mi falta de salud, no me permitirían ejercer un cargo superior a mis fuerzas». Espartero, el espadón del partido de Argüelles, fue elegido como nuevo regente.

El 10 de julio de 1841 se reunieron ambas cámaras para nombrar un tutor para las infantas Isabel y Luisa Fernanda, de 9 y 11 años de edad, y eligieron por abrumadora mayoría a Argüelles, que de nuevo hizo un ejercicio de humildad: «Es un cargo tan grande, tan elevado, y nada diré de superior a mis fuerzas, porque no las tengo, que difícilmente puede desempeñarse bien. Sin embargo, señores, yo como hombre público nací en las Cortes; treinta y un años hace que de la oscuridad en que estaba fui elevado a ser diputado: puedo decir que vivo en ellas. [...] Cuando me eligió por primera vez no tenía profesion ninguna; no la he tenido después; no conozco más profesion, si puede llamarse profesión esta, que la de ser diputado; y si para algo puedo valer es para ser diputado. Sin embargo, yo me someto a una declaración tan solemne como la que el Congreso quiere hacer: yo soy su súbdito: soy el servidor fiel y leal de la nacion, en lo que ella quiera que sirva. [...] Mi edad, mi falta de salud, me llamaban a la vida privada; sin embargo, como he dicho, soy consecuente; estoy sometido á lo que la nacion quiera hacer de mí». Tras aquello, y accediendo a los ruegos de los congresistas, siguió siendo presidente de la cámara, cargo que simultaneó con la tutoría real. Argüelles, en su estoicismo, aceptó con igual serenidad un ministerio o una presidencia del Congreso que un revés en su salud o un largo exilio en Inglaterra.

Ejerció el cargo desde julio de 1841 hasta julio de 1843. Eligió como colaboradores al poeta Quintana como instructor, a la condesa de Espoz y Mina como aya y a Martín de los Heros como intendente. Pero no se ocupó sólo de la educación de las regias criaturas, sino también de la administración de los bienes de la corona, de las cuentas reales, de los palacios, jardines y reales sitios: «Todo sintió la mano reparadora que al mismo tiempo que fomentaba la industria contribuía al ornato de la capital, con no poca admiración del público», nos dice San Miguel. No quiso vivir en el Palacio Real, sino que acudía allí cada día tras asistir a las sesiones matinales del Congreso, donde presidía cuatro comisiones, y a última hora se retiraba a dormir a su modesta casa de alquiler, ubicada en la calle de Cantarranas, hoy Lope de Vega. La vivienda y sus gastos eran compartidos con Gil de la Cuadra, su compañero de casa durante el exilio londinense. En cuanto a sus emolumentos, habituado a una vida extremadamente frugal y para dar ejemplo de mesura, sólo aceptó cobrar 90.000 reales al año de los 160.000 que le fueron asignados, ordenando que los 70.000 restantes quedasen depositados en las arcas de la corona por si fuera necesario recurrir a ellos en alguna necesidad, lo que nunca tuvo lugar.

Argüelles se tomó muy en serio su papel de tutor y llegó a querer sinceramente a la niña Isabel: «No la aprecio ni por el esplendor y el lujo de palacio ni porque la Reina de España cuando mande por sí misma haya de tomarme cuentas por el tiempo de mi tutela; la aprecio porque S. M. es desgraciada, porque es huérfana, y porque aunque yo no he sido nunca padre de familia ni puedo tener práctica de lo que son sentimientos paternales, la quiero sin embargo en mi corazón», dijo en el Congreso. Benito Pérez Galdós retrató así al tutor en los «Episodios Nacionales»: «Un señor viejo, alto, amarillo, con unas patillucas cortas, el mirar tierno y bondadoso, el vestir sencillísimo, sin ninguna cruz, ni cintajo ni galón. Era D. Agustín Argüelles [...]. Condenado a muerte por el padre, al cabo de los años las Cortes le nombraban padre legal de las huérfanas [...]. Sorprendió a éstas [las infantas] la extremada sencillez de su tutor, que más que personaje de campanillas parecía maestro de escuela; pero éste no tardó en cautivarlas con su habla persuasiva, dulce, algo parecida al sonsonete de los buenos predicadores [...]. Él se hacía querer por su bondad simplísima y por el aire un tanto sacerdotal que le daban sus años, sus austeras costumbres, su dulzura y modestia, signos evidentes de su falta de ambición».

La situación política del país continuaba siendo muy tensa, pues tanto el Partido Moderado como el absolutismo carlista -que mantenía en estado de guerra amplias áreas de España- seguían conspirando para derribar al gobierno. A Madrid habían llegado los rumores de que en París se había puesto en marcha una conspiración entre María Cristina y los generales O´Donell, Gutiérrez de la Concha y Narváez para organizar una revolución en España. A pesar de las precauciones que tomaron el gobierno y el propio Argüelles en el Palacio Real, el 7 de octubre estalló la insurrección en contra del gobierno progresista y varios cientos de sublevados -con Concha y Diego de León al frente- se dirigieron al Palacio, en cuyo recinto entraron buscando a Isabel y a su hermana para llevárselas, aunque fueron frenados en las escaleras por un grupo de alabarderos al mando del coronel Domingo Dulce, que se comportó heroicamente y evitó el secuestro de las niñas.

Agustín Argüelles había tenido recientemente un agravamiento en su estado de salud, con una angina de pecho, vómitos y fuertes mareos, que le acompañarían hasta el fin de su vida. Al anochecer del 7 de octubre de 1841, cuando se encontraba en la cama reponiéndose de la angina, un enviado real llegó a su casa para avisarle del asalto y Argüelles, bien anciano ya, montó en el caballo del emisario y se apresuró a llegar al Palacio, un esfuerzo que agravó su estado. Enseguida, acompañado de Martín de los Heros, se presentó en las dependencias palaciegas, donde fueron detenidos y confinados en las caballerizas, aunque fueron liberados tras enfrentarse Argüelles con el responsable. La conspiración reaccionaria fue sofocada por la movilización popular y por los mecanismos constitucionales y Espartero, que estaba fuera de Madrid, regresó triunfalmente en una operación propagandística de exaltación hacia el régimen constitucional, que necesitaba reforzarse. Argüelles, jefe de la casa real, no podía faltar en la pomposa recepción del regente. Tan cargado de responsabilidad como siempre, se levantó con fiebre de la cama para ir a recibirlo el día 21 de noviembre, mas el 22 lo pagó con un nuevo achaque: «Al día siguiente [...] me quedé hecho una desdicha de debilidad, sobre todo con la cabeza perdida y aún lleno de "rehuma"».

En 1842 la sublevación comprometió la regencia de Espartero, que veía cómo los jefes militares se pasaban al bando reaccionario. Argüelles volvió a ser elegido diputado y siguió asistiendo al Congreso, aunque apenas intervino. «Los desengaños, más que el mal estado de su salud, le tenían casi completamente silencioso. Había visto demasiado para que conservase ilusiones sobre los hombres y las cosas, sobre la estabilidad y conservación, de lo que había sido el ídolo de su existencia. [...] Cuando sobrevino la tempestad que acabó con el gobierno del Regente se cruzó de brazos, aguardando con resignacion estoica el resultado, que no podía menos de anunciar aquel desencadenamiento de pasiones. Los cuidados de la tutela eran su refugio, su sola ocupación, en aquellas tristes circunstancias».

Espartero abandonó España en julio de 1843, dejando el poder en manos de Narvaéz, y Argüelles dimitió inmediatamente del cargo de tutor y se retiró a la vida privada, albergando un sueño de volver a Ribadesella, que nunca pudo cumplir pues fallecería pocos meses después. Dice San Miguel que las tensiones políticas habían acabado con él: «La vida agitada de hombre público, el vivo interés con que no podía menos de mirar ciertas cuestiones importantes; la vida afanosa de la tribuna, a cuyo puesto se conservó siempre Don Agustín de Argüelles tan asiduo y tan celoso, habían destruido completamente su temperamento».