Las cuencas de Estela Pires fueron vaciadas hace tiempo, y sin embargo se adivina una plenitud de vida en sus ojos de cristal, que ven, sienten y se ilusionan con cosas que no le alcanzan a la mayor parte de la gente. Esta angoleña, que acaba de visitar Llanes por tercera vez, tiene 32 años y vive en Barcelona. De lunes a viernes, se gana la vida como telefonista en una empresa, y los fines de semana se pluriemplea como camarera en el Dans le Noir, un restaurante sumido en tinieblas, al que los clientes llegan mentalizados de que les aguarda allí una experiencia inolvidable. Desinhibidos y dispuestos a penetrar en un mundo de sensaciones que nada tiene que ver con la oferta habitual de la hostelería española, dejan tras la puerta el sentido de la vista y se les abre una dimensión en la que es preciso desarrollar el olfato, el oído, el paladar, el tacto, la imaginación y el sentido del humor. Los camareros, todos ciegos como Estela, asisten con espíritu comprensivo a un espectáculo de patinazos y torpezas, que en el fondo representa una cura de humildad.

En el Dans le Noir prima el efecto sorpresa. El cliente no tiene ni idea de lo que va a comer y beber, y ahí es donde está el lío armado: confunde blancos y tintos, carnes y pescados, y sólo los gastrónomos más espabilados distinguen la composición del menú. Altos o bajos, príncipes o edecanes, potentados o proletarios, los comensales se igualan en la condición de náufragos desvalidos. Al final, se dan las luces y los camareros presentan sus respetos.

El origen de la ceguera de Estela fue un glaucoma, que se le manifestó en la época en que era párvula en Luanda. Cuando cumplió los 5 años, la pudo llevar su madre a la clínica Barraquer de Barcelona, y allí ocurrió un hecho que le cambió la vida: el encuentro con la llanisca Elena Vicente Corte, hija de Casimiro Vicente, el antiguo capitán de la Guardia Civil en Llanes, que estaba siendo tratada por los oftalmólogos catalanes. Pacientes y familiares se alojaban en el mismo hostal, a dos pasos de la clínica, y en la sala de espera Elena rompió el silencio preguntando a aquella cría tan guapa -que a los 15 días ya hablaba castellano- que cómo era su país, entonces hundido en una guerra civil, y Estela sintetizó la situación igual que lo habría hecho un corresponsal de «Efe»: «Morren crianças, morren vellos, morren todos».

Elena y Estela pasaron ocho meses compartiendo hostal y esperanzas y viéndose a diario. A petición de la madre, la niña fue amadrinada por la dama llanisca, que la convirtió al catolicismo. Luego regresó a su país y durante 23 años se quebró el contacto entre las dos (las cartas que le escribía Elena no llegaron nunca a su destino). A los 16, cuando ya había perdido casi por completo la visión, le extrajeron a Estela los dos globos oculares, a consecuencia de un terrible golpe que se dio. Aun así, consiguió cursar en Angola COU y primero de Derecho.

Con un máster ya iniciado, su peripecia vital, su inteligencia, su afán de superación, su simpatía y su inalterable buen humor en la desgracia han contribuido a que hoy sea una persona reconocida en Barcelona (los lectores de un periódico la eligieron héroe anónimo de la ciudad). Reza mucho y se muestra siempre confiada. Bautizada de nuevo a los 25 años -esa vez dentro de la Iglesia adventista-, suele destapar su alma con confesiones que en esta España descreída suenan a chino: «Nada es comparable a la relación con Dios? Dios es un padre que está atento a cada una de mis lágrimas». Una vez, al oír semejante ocurrencia, uno de sus compañeros de estudios le disparó una pregunta sin respuesta, más inocente que impertinente: «¿Cómo es posible que una chica de hoy siga creyendo aún en esas cosas?»

Y ella se limitó a sonreír, con la alegría de la fe asomada a sus ojos de cristal.