Cosme Menéndez García (Llanes, 1939), que medía apenas un metro de altura, acaba de fallecer y será ahora cuando alcance o reafirme entre nosotros la grandeza del mito. Se han llevado poco él y la elegante tonadillera Mari Fe de Triana, que se nos fue el 16 de febrero. Ambos habían hecho juntos un trecho de sus respectivos caminos artísticos, en plena posguerra. Cosmín tenía 12 años cuando marchó a trabajar con su tía Luisa Menéndez, gerente de una compañía de varietés llamada «Los Astur» (en cuyo elenco trabajaría durante un par de meses Mari Fe de Triana). Cosmín haría varios años de tourné y recorrería las entretelas de la España negra y profunda. Primero hacía un número cómico y luego empezaría a tocar la batería, cuando ocupó el puesto de un primo suyo. Le bautizaron artísticamente como Cos-Min, «el excelente cómico», que sonaba un poco a chino. Estaban enroladas en la troupe fellinianas vedetes manchegas con mucha teta y muchos espolones. De aquella época Cosmín guardaba imborrables recuerdos: imágenes de noches en las que le llevaba a dormir con ella en la pensión alguna de aquellas macizas; Semanas Santas de luto, en iglesias de la provincia de León o de Teruel, cuando en el confesionario el cura de turno le pedía que se pusiera de pie. «Ya lo estoy, padre», replicaba él. España era toda un confesionario, y estando postrado en uno de ellos, un cura de pueblo le mostró al crío una faz verde y morbosa; más que interesarse por los pecados de Cosmín, le interrogó sobre otros asuntos: «Y dime, chaval: a esas muchachas que vienen contigo ¿las ves tú desnudarse? Cuéntame, cuéntame. Me interesa saber lo que hacen...».

Cosmín siempre estuvo de pie y con la cabeza bien alta, aunque condujera al final una silla de ruedas con motor que a veces se le encabritaba. Sin complejos. Incluso con ramalazos de mala leche, tan necesarios en medio de la jungla. Pero el Cosmín de entonces, un niño arrancado a la inocencia, todavía no había aprendido a asumir la circunstancia de haber nacido enano (o liliputiense, para ser más exactos) y sufría para sus adentros. No escaseaban, por aquellos mundos de Dios, críos puñeteros que le humillaban, que le zarandeaban y le pegaban con crueldad por la calle. Nunca se lo contó a su madre.

Se hizo muy popular, y en 1952 apareció la canción de Cosmín, impresa en una estampa como de santo, que en su anverso traía una foto de él, ataviado al modo cordobés, y en el reverso, la letra de la canción. En la biografía de este hombre (un pequeño gigante, a todos los efectos) están los nombres de sus buenos padres, Cosme y Maruja, y numerosas vivencias de una personalidad irrepetible: los periplos de las orquestinas «Los Panchines», «La Oriental» y «Marazul», encumbradas en la azotea de la antigua rula; las visitas a Stuttgart, adonde había emigrado su familia; su estancia en México, asediado por damas casadas; sus apariciones en TVE (en los programas «Vivir cada día» y «Fantástico», donde el famoso Íñigo hizo, sin pretenderlo, de Cupido (Cosmín, a partir de allí, creyó encontrar el amor de una mujer y llegó a casarse); el quiosco de prensa que regentó frente al edificio consistorial, el homenaje que le ofrecieron los llaniscos en el Cinemar y el exilio vital en la residencia Faustino Sobrino, que dirige esa extraordinaria mujer llamada sor Carmen.

Antes de eso, sin embargo, Cosmín se encargó de escribir a base de coletazos los últimos renglones de su indomable bohemia, y formó parte de un grupo musical que tocaba en el restaurante El Campanu. «Me tienes harta. A ver si llevas menos de noche por ahí al maridu míu, Cosmín, que me lu revuelves y te olvidas de que está casáu», le echó en cara una vez una mujer. Ante ataques de esta naturaleza, él se limitaba a echar mano del pragmatismo que le caracterizaba: «¡Sí, cojones! ¡Está casáu, pero no capáu!».