No soy un adalid de la fe cristiana pero respeto las creencias de todo el mundo y me alegra que cada uno encuentre la paz espiritual por el camino que mejor entienda. Por mi parte, además de gustarme la música sacra, disfruto presenciando los ritos de las diversas culturas y lo he pasado «divinamente» en misas ortodoxas en Bulgaria o Grecia, llenas de pompa, canto y misterio, y también me he sentido a gusto en mezquitas suntuosas de Egipto, Marruecos o Turquía. O en el desierto saharaui argelino bajo la lona simple de una jaima o en oratorios musulmanes formados por una hilera de piedras semisepultadas por la arena. He navegado por el mar Rojo con peregrinos que iban a la Meca, he disfrutado viendo ofrendas hindús en el Rajastán, me ha conmovido la polifonía exquisita de los muchachos del King´s College de Cambridge en los oficios de vísperas y hasta he pegado la oreja a la puerta en algunas celebraciones de los gitanos evangélicos españoles, tan alegres y marchosas. Ah, y he visto el vuelo sobrecogedor del botafumeiro en Santiago de Compostela, en un viaje con el inolvidable cura Eugenio Campandegui como jefe de expedición.

Cada rito, en definitiva, es un monumento singular a la convivencia humana, pues las religiones y su puesta en escena no son otra cosa que formas de articular a una comunidad en torno a unos principios compartidos. El pasado 19 de marzo tuve ocasión de estar presente en uno de estos ritos, un evento sin grandes pretensiones pero -quizá por ello- especialmente entrañable. Fue una misa en la residencia de mayores de Ribadesella, a la que asistió el coro local para poner la parte polifónica. Los coralistas nos apiñamos en una esquinita, lugar de privilegio para dominar toda la estancia, e hicimos lo que se esperaba de nosotros, que era cantar una misa dedicada a San José de la Montaña, patrono de la casa, y un par de canciones de propina para los asistentes, que supieron agradecerlas con sus sonrisas y aplausos, como siempre que actuamos allí.

Pero lo más grande de todo aquello era la sencillez que reinaba en la sala. La residencia tiene una capilla magnífica, uno de los escasos elementos originales del edificio (empezado a construir en los años veinte por iniciativa del filántropo Vicente Villar y muy ampliado posteriormente), pero la complicada escalinata de acceso a la capilla hace que los oficios se deban trasladar a la sala de la planta baja, de medidas más reducidas aunque bañada por una luz espectacular. Esa mañana del 19 era radiante y la sala estaba repleta de residentes, familiares, monjas, empleadas y coralistas. Apenas quedaba espacio entre la gente y el altar -una sencilla mesa de comedor- y eso creaba un clima de cercanía inusual en el rito de la misa, que de ordinario suele celebrarse con las distancias impuestas por la escala de los templos y es heredera de la forma antigua de oficiar, de espaldas al pueblo y un poco de lejos, como en un escenario.

El latín, incomprensible al pueblo, reforzaba esta voluntad de lejanía de la vieja iglesia, liquidada en el célebre concilio de 1962-1965. El tono de esta misa de la residencia lo puso de su cosecha Eusebio González, que ha cumplido la friolera de 63 años ininterrumpidos (posiblemente un récord en la diócesis asturiana) como cura titular de la parroquia de Collera, de la que pedirá la baja este mismo año por razones de edad, aunque no de falta de lucidez. Para la homilía se sentó -de espaldas al gran ventanal iluminado- y fue el momento más hermoso de la mañana, pues parecía que era el sol mismo quien hablaba. Dijo cosas interesantes, pensadas esa misma mañana, como que San José tuvo que hacer de puente entre el mundo del Antiguo y del Nuevo Testamento, y ensalzó sentidamente la solidaridad entre las personas, pero lo mejor de todo fue cómo lo dijo, con absoluta naturalidad, sentado ante la mesa como si estuviéramos todos en la salita de casa o tomando un café en el bar. Seguramente su tono tenía algo que ver con el hecho de que desde hace algún tiempo él mismo se aloja en la residencia, ya que muy a su pesar ha tenido que dejar de vivir solo en la casona rectoral de Collera, en la que más de una vez nos atendió con afabilidad para consultar asuntos de índole archivística e histórica.

Sería incompleto no citar al otro concelebrante de la misa, José María Orviz, también excelente comunicador e igualmente cura emérito por razón de edad, aunque todavía no retirado de sus muchas obligaciones parroquiales en la mitad occidental del concejo, que ha tenido que asumir en su totalidad desde Berbes a Leces, pasando por Linares, San Miguel y El Carmen. Supo contribuir a calentar el ambiente con su verbo y supo quedar en segundo plano para dejar el timón en manos del decano. Que lo sea por muchos años y que ustedes lo vean.