Ribadesella,

Patricia MARTÍNEZ

«Descubrimos pinturas prehistóricas Ribadesella, lee Nueva España y Voz Asturias, vuelvo lunes noche, un abrazo, Ruperto». Éste es el texto del telegrama que Ruperto Álvarez Romero envió a su familia tras el descubrimiento de las pinturas rupestres de Tito Bustillo, hace hoy 45 años. Fue un 11 de abril, Jueves Santo, cuando los diez jóvenes decidieron adentrarse en una sima del macizo de Ardines.

Álvarez tenía 22 años y era el mayor de los diez, de los que siete aún viven y se reunirán en el Centro de Arte Rupestre de Ribadesella el sábado día 20, a las 19.00 horas, para revivir la historia casi medio siglo después. Entre los que han fallecido está Celestino Fernández Bustillo, Tito Bustillo, que dio su nombre a la cueva tras el trágico accidente que acabó con su vida tres semanas después del descubrimiento en una cueva quirosana, cuando apenas tenía 17 años.

El hallazgo se produjo en Semana Santa, cuando ocho integrantes del grupo de espeleología Torreblanca se juntaron con dos riosellanos para explorar cuevas por el concejo. Camino a La Lloseta, entonces ya conocida como gruta pero no como abrigo de pinturas rupestres, pararon a descansar cerca del «Pozu'l Ramu». Pese a las advertencias de un lugareño, recuerda Ruperto Álvarez, para que no se adentraran en la gruta, los diez jóvenes prepararon el escaso material que llevaban para la aventura.

«Como era el mayor, fui el primero en meterme para abajo y en llegar al fondo», rememora Álvarez, quien equipó la sima, de unos 100 metros, para que descendiera el resto. «Era impresionante», describe el mayor de los descubridores, cuyo casco se puede ver, junto al de Eloísa Fernández Bustillo, en la exposición permanente del Centro de Arte Rupestre.

Con luz de carburo y eléctrica se adentraron en la cavidad, y desde el entronque de las galerías continuaron hasta el fondo, donde está la actual entrada. «Nos llenamos de barro hasta las cejas, había una gotera grande y aprovechamos para lavarnos las manos y comer un bocadillo», narra Jesús Manuel Fernández Malvárez. En esta parada Adolfo Inda Sanjuán se separó del grupo «y empezó a gritar que allí había pinturas. Poco a poco fuimos haciéndole caso y vimos que, efectivamente, había algo que no era natural», añade. Ruperto Álvarez fue el primero en darse cuenta de que eran pinturas prehistóricas por lo que había visto en «libros, en el Museo Arqueológico, en otras cuevas como la de Altamira... aquello estaba clarísimo». Se encontraban, concretamente, bajo el «Camarín de las Vulvas» y de regreso «fue cuando a Tito se le apagó el carburo. Al encenderlo, con el fogonazo, se vio la cabeza de caballo», relata Malvárez antes de revivir el momento. «Fue el festín, empezar a gritar, a pegar saltos y a mirar la pared un poco más a conciencia», añade. Salieron ya de noche y al día siguiente se lo contaron a Aurelio Capín, entonces policía municipal y más tarde el primer guía y vigilante de la cueva.

Pero el grupo supo guardar un silencio prudencial, consciente de que su descubrimiento era de gran valor. Pía Posada tenía 15 años aquella Semana Santa de 1968 y recalca que eran unos «chavales jovencitos pero responsables, que tuvimos la intención de salvar lo que habíamos descubierto, fuera bueno o no. Lo protegimos con el silencio, que hoy en día no existiría». Pero la noticia acabó saltando a la prensa, concretamente a LA NUEVA ESPAÑA, que escribió las primeras de las muchísimas páginas sobre la cueva de Tito Bustillo.

Para la hermana del descubridor fallecido, Eloísa Fernández Bustillo, que también participó en la expedición, «que la cueva lleve su nombre es un orgullo, igual que para el resto de mi familia; fue un golpe muy duro». Su vida no cambió con el descubrimiento pero sí con la muerte de su hermano, que la alejó del monte durante un tiempo. Sin embargo volvió, con la ayuda de «amigos y compañeros de grupo que me ayudaron, hice mucha más espeleología de la que había hecho antes».

Junto a los ya mencionados, se adentraron en la gruta Pilar González Salas, Amparo Izquierdo Vallina, Fernando López Marcos (quien fue jefe de maquetación de LA NUEVA ESPAÑA, también fallecido) y Elías Pedro Ramos Cabrero.

Los nombres de todos ellos figuran en una placa que se colocó en 2004 en el exterior de la cueva, pero Malvárez recuerda que ya en 1999 pidió a la Consejería de Cultura «que se pusieran afuera los nombres de los descubridores, como habían dicho en 1968, y no tenían constancia ninguna de esto». Ruperto Álvarez añade a esta reflexión que «aunque en un principio no reconocieran nada, la satisfacción es lo que te queda dentro».

Un cariño hacia el hallazgo palpable en actos como el del sábado 20 o el que el azar le deparó ayer a la puerta de la cueva. Un grupo de alumnos de cuarto de Secundaria del Instituto Canónigo Manchón, de la localidad alicantina de Crevillent, reconoció a Ruperto Álvarez tras haber visto el vídeo que se proyecta en el Centro de Arte Rupestre. El alumno Alejandro Bernabeu llamó la atención de sus compañeros y, ante el relato en vivo de Álvarez, exclamó: «¡Tuvo que ser magnífico!».