Como luceros de un firmamento soñado por Carpanta, colgaban del techo jamones y ristras de chorizos de Potes y de Campofrío, y el letrero del dintel de la puerta -Ultramarinos y Embutidos La Pilarica- llevaba la firma de Pepe, El Gurri, y compartía la grafía y la factura cromática de la cartelera de pizarra que este llanisco, polivalente y omnipresente, rotulaba y colocaba en la plataforma del Puente para anunciar las sesiones de cine.

Desde aquella tiendina de la calle Mayor se veía pasar lentamente la vida de Llanes, mientras el reloj de la iglesia dejaba caer las horas como si nunca tuviera prisa. Era La Pilarica (1947-1989), un establecimiento que forma ya parte de la historia de Llanes, referencia imborrable del comercio llanisco. Las bicicletas eran entonces siempre de segunda mano; las callejinas, oscuras y estrechas; las ancianas, lutos andantes; las campanas convocaban a misas y rosarios, no había quien pudiera con el mocín en las películas del Benavente, nunca faltaba en el riveru un perro de agua, negro y lanudo, llamado "Moro", y la radio ("Aquí, Radio Intercontinental, Madrid"?) era la banda musical de una apacible existencia sin televisión.

Desde La Pilarica se veía pasar en procesión a las gentes y las cosas, entre cánticos a la Virgen, con las autoridades y las fuerzas vivas o agonizantes desfilando ritualmente detrás del cura. Casi se oían desde allí los sermones que soltaba don Gil Ganzaraín en el púlpito de la iglesia (un párroco enérgico, encajado a machamartillo en la escenografía de su tiempo, con elevadas miras iconográficas y exigente gusto artístico, que había encargado a Juan de Ávalos un paso de Semana Santa, el Cirineo, y a Magín Berenguer el vía crucis en óleo sobre tabla).

En la rutina de su lucha en soledad, Pilar Pérez Bernot, la de La Pilarica, bajaba con su bata azul a sumirse en el día a día, y nos gustaba ver desde la ventana cómo abría el candado de su comercio y cómo saludaba, dulcemente y sin palique, a don Ignacio, el coadjutor, escueto como un suspiro; a Pepe, el de la zapatería La Moda, que criaba canarios en jaulas inmaculadas colocadas encima del escaparate; a Maruja, la madre de Cosmín, que no acababa de curar el asma; a Arturo, el carnicero, y a su fiel escudero, Juaco; a Chaparru, el jefe de los barrenderos; a Picadina, el carpintero? Y en seguida llegaba puntual Raúl, el lechero, con su carro y su caballo, como si condujese la cuadriga de Ben-Hur, anunciándose a golpe de silbato.

Cuando llegaba la cabalgata de Reyes, Pilarina cerraba la tienda lo más pronto que podía y sacaba fuerzas de flaqueza para llevar a sus hijos, uno de la mano y el pequeño en brazos, en medio de aquel caudal de resplandores de antorchas portadas por pajes con la cara tiznada. Desde las Barqueras, pasando por la atiborrada tienda de botijos y pollos enjaulados de Manolo, el Marigordu, llegaba Pilarina a la iglesia con todo lo que podía, azotada, pero con la luz en la serena belleza de su rostro. Una de aquellas noches de ilusión, los Reyes Magos iban a dejar en su casa una bicicleta azul de crío con dos ruedinas auxiliares traseras. Después de pintarla y de ocultar la roña con una capa de purpurina, Pilarina la había escondido en la trastienda hasta el amanecer. A la mañana siguiente, tras saltar de la cama, sus hijos se encontraron con el fabuloso regalo de Oriente. Con los ojos abiertos como platos, no se dieron cuenta de que era una bici de segunda mano. ¡Cómo iban a fijarse en un detalle tan nimio!

La Pilarica se cerró cuando Pilar se jubiló en 1989, y permaneció desde entonces al margen del tiempo y del espacio. Este verano se reabrió, veinticuatro años después, y hoy se asoma de nuevo al pedaleo de la vida y a las horas que caen del campanario. Se ha reciclado en el negocio de alquiler de bicicletas Torimbia. ¡Qué lógico es a veces el destino, coño!