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Lavanderas

Memoria de aquellas mujeres que durante siglos acudieron a lavar a ríos, fuentes y lavaderos

Lavanderas

En pocas ocasiones encontramos memoria escrita de aquellas mujeres, jóvenes, ancianas y hasta niñas, que en siglos pasados tuvieron como única dedicación la de lavar ropa para poder ganarse la vida. Nuestros ríos formaron parte de sus vidas desde lejanos tiempos hasta superada la mitad del siglo XX.

Algunas malvivían con un trabajo mal pagado, insano y penoso. Hubo momentos en los que en el madrileño aprendiz de río que siempre fue el Manzanares -como dijo Francisco de Quevedo-, se puede asegurar que más de 4.000 mujeres se dedicaban a esta actividad para ayudar a mantener a sus familias.

No eran sólo asalariadas, puesto que no pocas amas de casa se veían obligadas a acudir con sus bateas, cestos y tablas a las orillas de los ríos o lavaderos públicos si no podían pagar a otras mujeres por hacerlo. En todas las aldeas, pueblos y ciudades se podían encontrar muchas de estas mujeres que se ganaban la vida lavando la ropa de las gentes que -por su situación social- podían pagarse este servicio.

Lavaban la ropa de sol a sol por un pequeño sueldo, casi siempre mísero, y solían ser humildes madres de familia numerosa.

Horas y horas de rodillas, a pie de río, en cualquier época del año, con kilos de ropa para lavar con aquellos jabones que se hacían en las casas con sosa cáustica, agua y las grasas procedentes de aceites varios. Al menos en los lavaderos públicos el trabajo era algo más llevadero, puesto que no era necesario estar arrodillado.

En aldeas, fuentes y ríos tuvieron su origen leyendas de la mitología asturiana como las xanas, variante regional de la diosa Diana -relación aportada por el historiador Julio Caro Baroja- o las janas, en la mitología de la vecina Cantabria.

Con sus tablas de madera de ranuras y ondulaciones horizontales para restregar bien las prendas antes de depositarlas en algún recipiente -generalmente de madera o de cinc- antes de volverlas a escurrir, acudían día tras día a ganarse unos dineros, más bien escasos. Cuando las prendas eran de gran tamaño -como es el caso de las sábanas- debían retorcerlas entre dos personas, una por cada cabo, y ambas en sentido contrario. Con la finalidad de que las prendas quedasen lo más blancas posibles se extendían al sol y -a medida que se iban secando- volvían a humedecerlas por encima con una regadera o similar. Al final podían acabar en los tendederos que cada mujer administraba, bien en la orilla del mismo río o en otro lugar. La camaradería era habitual entre las lavanderas que solían situarse muy cerca unas de otras, lo cual propiciaba que intercambiasen todo tipo de confidencias, chismes e intimidades, tanto propias como ajenas. Casos se dieron en los que, bien por error o intencionadamente, alguna se apropiaba de prenda ajena, dando lugar a riñas y hasta peleas que obligaban a intervenir a otras lavanderas.

Artistas, literatos y pintores -como Francisco de Goya- plasmaron en sus escritos y pinturas estas estampas típicas de aquellos siglos y, dado que la pobreza era habitual y la conciencia social con sus derechos no se tenían en cuenta en absoluto, a nadie escandalizaba ésta y otras formas de ganarse la vida por muy dura que fuese.

En algunas ocasiones llevaban incluso a sus hijos e hijas como pequeños ayudantes, o sencillamente cuando no tenían a quien dejar su custodia. Son de imaginar estos chicos correteando entre ropas ajenas, sin escolarizar la mayoría de ellos, bañándose en el río o practicando el epostracismo, ese juego propio de muchachos que consiste en tirar piedras planas sobre la superficie del agua de modo que corran el mayor tramo posible rebotando, lo que en nuestros años jóvenes llamábamos "hacer sopas" o "hacer ranas". En el último cuarto del siglo XIX la primera esposa del rey Amadeo I de Saboya mandó levantar un asilo de lavanderas para que éstas pudiesen dejar a sus hijos menores de 5 años mientras ellas trabajaban.

Los inconvenientes para la salud no eran pequeños, de rodillas, encorvados los cuerpos, con manos y brazos en contacto permanente con el agua, frotando sin cesar con piedras y maderas.

Como tantos otros trabajos, duros y mal pagados, no se les podía aplicar a estas mujeres la sentencia de San Pablo en su segunda carta a los Tesalonicenses, donde se lee: "Quien no quiera trabajar, tampoco coma"; versión revisada por la Constitución de los Soviets en 1918, que decretó el trabajo obligatorio para todos los ciudadanos de la República y proclamó el principio "Quien no trabaja, no come".

Ríos y lavaderos asturianos saben mucho de esto y aún parecen hacerse eco de tantas horas de conversaciones entre aquellas lavanderas del pasado, así como las aguas simulan reflejar aún sus rostros curtidos por tantos vientos, soles y fríos.

Corrupción, caciquismo, miseria y un analfabetismo generalizado fueron de la mano en España demasiado tiempo. A partir de la Guerra de la Independencia la miseria se acrecentó y los reinados de Isabel I y Amadeo de Saboya no supieron afrontarla, con gobiernos que se sucedían al borde del caos nacional. A la I República española no le dio tiempo para nada y los reinados de Alfonso XII y Alfonso XIII no pusieron remedio a los desajustes sociales que eran norma en el país. Las leyes reformistas de la II República comenzaron a ser puestas en práctica, pero ya no se pudieron evaluar los resultados en sus poco más de cinco años de vida. Llegó la Guerra Civil y la miseria volvió para quedarse algunos años más. Poco a poco el agua corriente comenzó a llegar a las casas y las lavanderas iniciaron su lenta retirada.

Hijo de lavandera fue Pablo Iglesias Posse, fundador del PSOE y de la UGT, el cual acudía en ayuda de su madre en algunas ocasiones, una mujer viuda que -junto con sus hijos- fue caminando desde El Ferrol a Madrid durante tres semanas en busca de una mejor calidad de vida y un horizonte más esperanzador para su familia, pero las cosas no salieron como estaban previstas y acabó de lavandera como otros cientos de mujeres.

Las lavadoras manuales se usaron mayoritariamente a lo largo de la primera mitad del pasado siglo, puesto que las primeras lavadoras eléctricas -en nada parecidas a las actuales- tenían precios prohibitivos y tuvieron que esperar hasta la década de los años 50, siendo veinte años después cuando comenzaron a comercializarse las primeras lavadoras automáticas.

Ríos y lavaderos se quedaron sin aquellas sufridas mujeres que durante siglos pasaron tantas jornadas en el duro trabajo al que se vieron obligadas, en la mayoría de los casos teniendo que compatibilizarlo con tantas otras labores como guisar, coser, atender a la familia y -en no pocos casos- trabajar en el campo y en la ganadería.

Mujeres bajo muchas sombras y pocas luces en un tiempo duro donde la dependencia era generalizada para poder sobrevivir. Ésta era una de las llamadas "actividades propias de su sexo", un sector vulnerable que precisaba ayudar -con ésta y tantas otras labores- a sustentar a su familia. Durante siglos dispusieron de todo tipo de deberes sin saber lo que eran derechos.

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