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Panacea contra el suicidio

El blindaje del Viaducto de Madrid, ¿ejemplo a seguir?

Panacea contra el suicidio

A los potenciales aspirantes a quitarse de en medio en Madrid les siguen estando vedadas las alturas del Viaducto. Disponen del resto de la ciudad para quitarse la vida, pero de ese espacio romántico que une el Palacio de Oriente con las Vistillas (desde 1870, con un puente de hierro, y a partir de la Segunda República con el viaducto actual de líneas racionalistas) ya no. Ahora tienen que buscarse la muerte en otras atalayas, pues hace diez o doce años que la autoridad competente creyó encontrar allí la panacea universal contra el suicidio mediante la colocación de mamparas de cristal. Sólo falta poner el letrero de "Prohibido suicidarse".

Se comprende que tener que retirar de la vía pública, a cada poco, los cadáveres de la desesperanza española quitara el sueño a los despiertos ediles, que debieron pensar: el que quiera quitarse la vida puede hacerlo con toda libertad (pues para eso estamos en un Estado de derecho, ejemplo de virtudes cívicas y morales, en el que todos somos iguales ante la ley y todo eso), pero que lo haga en otro sitio, a puerta cerrada, que no arme escándalo.

¿Puertas al viento? ¿Orejeras de la corrección política? Las mamparas, que parecen formar parte de la escenografía de un psiquiátrico, y que además distorsionan el concepto de excelencia turística, hoy tan en boga, vienen a ser la coartada sobre la que se ha sustraído al ciudadano el inabarcable paisaje del Madrid de Mariano José de Larra.

"¿Quién puede pensar en suicidarse estando el precio del gas en 48 dólares al mes?", se preguntó una vez Groucho Marx. ¿A quién se le va a ocurrir tirarse del Viaducto si lo blindamos con mamparas?, debieron maquinar los visionarios políticos que idearon las empalizadas acristaladas, quizá viendo ya venir la crisis e imaginándose un escenario apocalíptico similar al del Crack del 29 en Nueva York, poblado de empresarios y jugadores de Bolsa dispuestos a lanzarse al vacío desde los rascacielos. Diez años después del blindaje del Viaducto, las cifras e índices de suicidios empiezan a ser más habituales que nunca en nuestra vida cotidiana. Como un mar de fondo. Como si fueran la consecuencia de algo.

En Asturias, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), los suicidios han empezado a doblar en número a las muertes por accidente de tráfico, y el "European Journal of Public Health" acaba de publicar un estudio que indica que la tasa de suicidios ha aumentado en España un 8 por ciento desde 2008. A juicio de Julio Bobes, catedrático de Psiquiatría de la Universidad de Oviedo, la crítica situación de la economía no es la causa de ese alarmante incremento.

Sostiene que "los suicidios se producen al margen de unas circunstancias sociales determinadas, haga frío o calor" (ese mismo doctor, sin embargo, apuntaba en 2009 algo muy distinto: que "una crisis económica es un determinante social que puede contribuir a empeorar la salud mental de la población y a aumentar las tasas de suicidios"). Nadie tiene claro el asunto, por lo que se ve, y todos nos hacemos preguntas que carecen de respuesta: ¿cuántos viaductos y acueductos, cuántas vías del tren, cuántas bóvedas de catedrales, cuántas azoteas de edificios, cuántos paseos de San Pedro, cuántos puentes de San Antolín de Bedón habría que acorazar con mamparas de cristal para frenar a los que quieran apearse del tren de esta vida?

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