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Cuatro generaciones de Piloña para un samartín

Adrián Barro, de 4 años, aprende en Ques de su bisabuelo el arte de la matanza del cerdo y sus implicaciones económicas y sociales

Modesto Barro, Javier Barro con el pequeño Adrián, Luis Ángel Barro y Amparo Díaz hacen el samartín en Ques. CRISTINA CORTE

Adrián Barro sólo tiene cuatro años pero ya es un experto en el samartín. Su padre Javier Barro, su abuelo Luis Ángel Barro y su bisabuelo Modesto Barro, de 90 años, se encargaron ayer de mostrarle cómo se hace la matanza al estilo tradicional en la localidad piloñesa de Ques. Los mayores le cuentan que la tecnología ha hecho variar mucho el "modus operandi" del samartín, pero que hay cosas que no cambian, como la jornada de convivio que supone el evento, personificado en vecinos como Amparo Díaz, que acuden a echar una mano en la elaboración de chorizos y morcillas y ponen el broche a la jornada con la "pitanza" o degustación de café, galletas y vino dulce.

"Hay que evitar que el animal sufra de manera innecesaria", le cuenta al niño su madre, Natalia Canteli. Por eso ya no se cora directamente el animal vivo sino que se le mata con un disparo de pistola aturdidora antes de sacarle la sangre y ponerlo a orear. El proceso ya no se hace en plaza, pues la normativa del Principado impide que sea un espectáculo público. El pequeño pregunta por el nombre del animal. Le cuentan que no está bautizado para evitar encariñarse demasiado con él.

Y siguen narrándole el proceso: "cuando el bisabuelo era pequeño se echaba en un duernu agua que había que hervir durante un buen rato para así pelar el gochu con cuchillu. Llevaba mucho esfuerzo. Ahora se quema la piel con un soplete y se pasa un cepillo mojado para las impurezas. Es más sencillo", recalca el padre del niño. Luego llega la hora de abrir el gochu, sacarle las vísceras y aprovechar la sangre que aún queda en su interior. "Del cerdo se aprovechan hasta los andares: tocino, morcilla, chorizos, codillos, riñones, lacones, lomos, lengua moros u orejas, nada se deja", cuenta la abuela, Loli Allende. Y el niño asiente, repite el refrán y celebra que el samartín reúna en el garaje de los abuelos a una comitiva tan amplia. La matanza se reduce a un fin de semana después del 11 de diciembre, cuando el frío evita "que la carne se pierda".

El primer día se pican calabaza, cebolla y perejil para hacer la morcilla. El segundo se descuartiza y pica la carne, se deja preparada y adobada y el tercero llega el tiempo de hacer los chorizos y ponerlos a madurar en una casona con ventilación, para darles cuenta un mes más tarde. "Con el caldo de les morcilles, grasa, harina y pimentón cocemos los probes, que es un plato muy típico", cuenta el abuelo. Y el bisabuelo mientras sigue haciendo inventario de lo mucho que cambiaron las cosas: "les duernes antes eran de madera, no de fibra; la máquina de picar carne, a manivela en vez de eléctrica; la tripa no se compraba sino que se lavaba; los chorizos se embutían con embudo en vez de a máquina, y los palos para colgar las morcillar se reducían a una vara de avellano.

Y es que en la cadena productiva, Modesto opta por situarse en "el control de calidad", esto es, probar la mercancía final para asegurarse de que está buena, bromea. Las cuatro generaciones de los Barro no quieren que se pierda una tradición milenaria "no sólo por lo que aporta a la economía sino por el componente social y porque el picadillo de casa está de rechupete", señalan.

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